La cultura del “pronunciamiento” en redes sociales está debilitando la participación política. ¿Cómo arrebatarle a la tecnología el control de nuestras comunicaciones?
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“¿Por qué no te pronuncias?”. Esta se ha convertido en la pregunta paradigmática de la participación política en redes sociales. A medio camino entre el reclamo y la inquietud genuina, el afán por pronunciarse revela cómo el “decir” se ha vuelto más importante que el hacer o el reflexionar en momentos de convulsión política y social.
Pronunciarse, en este contexto, se refiere a comunicar públicamente tu postura frente a un tema controversial. Hay personas que se pronuncian de forma explícita y frontal. Escriben largos hilos, redactan comunicados oficiales, hacen análisis detenidos e incluso diseñan pancartas digitales.
Otras personas, en cambio, se pronuncian de forma indirecta. En la mayoría de casos, de hecho, pronunciarse consiste en compartir publicaciones de otros en redes sociales. Quizás una opinión de una cuenta activista, un comunicado viral, una foto impactante o una noticia de un medio digital.
Así, las funciones de reenviar, repostear o retuitear facilitan la tarea de “decir algo” sin decir mucho ni comprometerse demasiado. Un par de reposteos en historias de Instagram y ya está, la ilusión de participación política queda conjurada frente a ti y a tus seguidores. Ya nadie insistirá en que te pronuncies, ahora saben que no eres tibio. Tu culpa se disipará a medida que las visualizaciones de tu historia crecen. Así se fabrica el autoengaño: “participé”.
En este ensayo quiero cuestionar esta ilusión. Aunque podría parecer que las redes sociales promueven la participación política, en realidad la cultura del “pronunciamiento” que sostiene nuestras prácticas comunicativas está quitándole lo político a esa participación. En entornos donde las herramientas de comunicación se disponen solo para «decir cosas», la posibilidad de que la comunicación «haga cosas» disminuye. ¿Cómo devolverle su potencial de transformación social?
La obsesión actual con “pronunciarse” es una clara expresión de lo que la teórica política Jodi Dean llama «capitalismo comunicativo”. Se trata de una situación en la que la participación en el discurso aumenta, pero se canaliza a través de plataformas privadas que imponen sus propias reglas y automatizan esa participación. Esto, sostiene Dean, vacía las comunicaciones de su potencial político. En redes sociales, la participación política se transforma en flujos de publicaciones que circulan bajo una serie de instrucciones matemáticas. Mucha circulación, poco propósito.
Sin embargo, nosotros no lo vemos así. Alentados por la idea de “libertad de expresión” que las plataformas digitales han tomado como bandera, nos hemos convencido de que la participación política consiste efectivamente en la amplia circulación de información. De ahí que “ayudar a difundir” un mensaje político vía retuit o repost nos deje satisfechos como ciudadanos, sin necesidad de darle seguimiento o de preocuparnos por si ese mensaje está siendo escuchado o discutido. La difusión basta.
Esta “fantasía de participación”, como Dean la llama, se ve reforzada por métricas como el famoso engagement (“involucramiento”, en español), que desde el mismo nombre promueve una falsa equivalencia entre “usuarios reaccionando a lo que ven en su pantalla con las herramientas que la plataforma dispone” y “usuarios involucrados políticamente”.
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Asumimos así que compartir es participar. Los reposteos proliferan, algunas publicaciones alcanzan viralidad y sentimos que tenemos impacto político. Esta concepción distorsionada nos permite incluso reclamar a las personas que todavía no han usado su “plataforma” para pronunciarse, como si tener diez mil seguidores equivaldría automáticamente a diez mil conciencias políticas transformadas.
Estamos confundidos. Como sugiere Dean, estamos dejando que la tecnología “actúe en nuestro lugar”. Presionar el botón de “publicar” o “compartir” se ha convertido en un atajo mágico para tomar responsabilidad política. “Instagram, haz lo tuyo”, susurramos mientras subimos una historia. Así, delegamos nuestra participación a un algoritmo que distribuye contenidos de forma automatizada, ignorando las repercusiones de esa amplificación errática. La participación, entonces, se vuelve una actividad descomprometida, redefinida en los términos dispuestos por las plataformas digitales: impresiones, alcance e interacción. Participación política despolitizada.
Pero la participación política es mucho más que la circulación de información. Para el pedagogo brasileño Paulo Feire, la participación política es una práctica comunicativa. Lejos de pensar la comunicación como la transmisión de mensajes, Freire ve a la comunicación como un diálogo en el que los actores interactúan de forma horizontal y activa. En lugar de amplificar contenidos, la comunicación para el cambio social consiste en el desarrollo de una conciencia crítica, es decir, la capacidad de tratar los problemas con profundidad, disponerse a dudar y superar la polémica. Más allá del “pronunciamiento”, que es solo discurso en momentos candentes, la comunicación tiene que ver con la reflexión, que es una praxis.
En su libro La educación como práctica de la libertad, Freire explica esto así: “Las sociedades a las que se les niega el diálogo y la comunicación, y en su lugar se les ofrece ‘comunicados’ se hacen preponderantemente ‘mudas’. El mutismo no es propiamente inexistencia de respuesta. Es una respuesta a la que le falta un tenor marcadamente crítico”. ¿Cómo salir entonces del mutismo al que nos condena el “repost”? ¿Cómo involucrarnos en procesos de diálogo activo y crítico? ¿Cómo retomar el control de nuestras comunicaciones?
Históricamente, este ha sido el objetivo de los medios alternativos. En su tradición latinoamericana, el compromiso de los medios comunitarios, radicales, independientes o ciudadanos ha sido justamente la creación y gestión de espacios autónomos de diálogo abierto, horizontal y crítico. Sin embargo, a medida que estos medios se ven obligados a insertarse en el juego de las redes sociales -que por diseño son cerradas, anti dialógicas y centradas en el usuario-, su inspiración freiriana empieza a ceder ante la lógica de la difusión de información y la fantasía del engagement. Hoy los medios alternativos digitales también son parte de la cultura del pronunciamiento.
Por eso, en mi opinión, más que medios alternativos necesitamos comunicaciones alternativas, es decir, formas de hacer comunicación que resistan la idea de difusión y que restablezcan el diálogo, conflictivo y profundo, en el centro de la transformación social. La dinámica de foro, por ejemplo, como un espacio abierto y organizado de discusión alrededor de un tema específico, es un formato de comunicación que vale la pena recuperar y promover, tanto en lo presencial como en lo virtual.
Los primeros foros de internet eran valiosos porque articulaban comunidades y proveían un lugar para intercambiar ideas y analizar problemas. En estos sitios, contribuir de forma activa a la discusión era la norma, una práctica que fue cambiando a medida que las plataformas contemporáneas impusieron secciones de comentarios algorítmicas y otras funciones de interacción pasiva. Hay alternativas, pero todas demandarán pensar en la comunicación más allá de las redes sociales, o al menos más allá de las redes sociales como las conocemos.
***Este proyecto cuenta con el apoyo de los Grants de Producción Creativa del Decanato de Investigación de la Universidad San Francisco de Quito.