Entre el 2010 y el 2020 la música independiente y alternativa de nuestro país vivió una explosión creativa muy interesante. Si consideramos que esta década representó la integración definitiva del mundo virtual y digital en las dinámicas de creación musical, entenderíamos por qué se amplificó exponencialmente, quizás más que nunca.
Los festivales han sido el principal motor de la música alternativa e independiente en Ecuador, hasta ahora.
Su gestación, hasta la forma que conocimos antes de la pandemia de covid-19, es un proceso histórico relevante. Es, en sí mismo, un camino que refleja algunas de las cualidades más poderosas de la música, y varios esfuerzos importantes por hacer de ella un motor social y económico.
Desde los tiempos en que las bandas tocaban en casas barriales o kermesses de colegio —muchas veces de forma clandestina—, hasta la última edición de festivales como Saca el Diablo o Funka Fest, se observa una evolución sumamente importante. Gracias a estos espacios, la música pudo, finalmente, convertirse en una manifestación visible de los afanes y las inquietudes de un grupo significativo de la juventud ecuatoriana en la vuelta de un nuevo siglo.
Mucho de esta evolución se condensa en los años de la década que acaba de pasar, dejando ver puntos relucientes, y otros un tanto más nubosos.
Durante este periodo, nosotrxs pudimos ser partícipes de la metamorfosis de muchos festivales que sentaron un precedente fundamental para nuestro entorno. Nuestro propio desarrollo está entrelazado profundamente con el suyo.
Es por eso que hoy, cuando el prospecto de una reunión de personas a gran escala parece ser un sueño sacado de otra realidad, nos parece justo y necesario dar un pequeño vistazo los cimientos que han quedado de una década de festivales de música en el país.
Son cimientos no han terminado de establecerse como bases firmes de una “industria”, o un sostén estable para el medio musical ecuatoriano. Pero sí han dado frutos que se pueden cosechar para reimaginar un entorno en el que reunirse alrededor del sonido de la música sea la oportunidad de ir hacia un lugar mejor.
Frente a una nueva era, marcada por la incertidumbre y el enrarecimiento del contacto humano, estos espacios podrían ser una herramienta capaz de reparar muchos tejidos sociales y de recordarnos que la música es un lenguaje que nos atraviesa y nos conecta hasta lo profundo.
“Era interesante saber que esto motivaba un diálogo, un intercambio de ideas, incluso un intercambio generacional (…) Eso trasciende más allá, porque el hecho de hacerlo en el espacio público, (…) nos permitía enfrentar esta problemática de las relaciones dentro de la sociedad”. -Édgar Castellanos, Gestor Cultural.
Destacan entre ellos, por su trayectoria y constancia: Al Sur del Cielo (1987), Quitofest (2003), FestivalFFF (2003), entre otros. Y, aunque ocurrieron como un fenómeno focalizado en ciudades de la Sierra, sentaron las primeras bases de un movimiento que sacó a la música alternativa ecuatoriana de una especie de oscurantismo en la que se veía sumida durante los años finales del siglo pasado.
Los muchos estigmas conservadores latentes en la sociedad y la falta de apoyo entre distintos sectores perpetuaban la imposibilidad de generar un circuito en el que la música alternativa fuera vista como una actividad cultural plausible. En los momentos más extremos de esta etapa llegaron a cometerse atropellos lamentables a los derechos humanos, vistos en episodios como “La Tarde de las Melenas Caídas”, que ocurriera en Ambato en el 96.
Para terminar con esto se requirieron despliegues de fuerza primitivos, hechos a tientas y a contracorriente en un país que hasta hoy se muestra como un entorno hostil para las actividades culturales.
Gracias a que no cobraban entrada, estos espacios constituyeron el primer germen de lo que luego veríamos florecer en nuestra década. Al subvencionar el acceso a este tipo de música, permitieron que se gane un lugar en el imaginario de nuestra sociedad de forma transversal e incluyente. Su concepción hizo visibles a grandes comunidades comprometidas con las bandas, generando puntos de encuentro y crecimiento para ellas.
Entrada la segunda década del Siglo XXI todo cambió drásticamente.
Podríamos decir que los factores más críticos de este giro fueron: la diseminación cada vez más amplia y más profunda del internet en nuestro ecosistema y la realización de que mantener a la gratuidad como único camino posible para la cultura era insostenible. A partir de estos quiebres se dieron una serie de cambios sustanciales en el comportamiento de las audiencias y en las formas de consumo y distribución de música.
A ello se suma una etapa de fragmentación política en el país, con sucesos de inestabilidad aguda, que incomodaron la existencia de estos eventos, interrumpiendo su continuidad e inhabilitando su sostenibilidad en muchos casos.
La década pasada fue una marejada desconcertante que embistió a los festivales de entrada libre. Éstos, no lograron mantenerse totalmente encima de la ola. Pero resistieron con dignidad dentro de lo posible.
El festival público más importante del país empezó la década pasada con un tropiezo, mostrándose vulnerable por primera vez en ocho años de historia. En el 2010 fue cancelado debido a los tristes acontecimientos del 30S.
Visto en retrospectiva, podría decirse que este episodio marcó el inicio de una etapa de desafíos considerables que se interpusieron en el camino del QF hasta provocar una metamorfosis forzosa.
Durante los siguientes años el festival se reactivó y se mantuvo en su línea tradicional, aunque con un público mermante y con una reducción progresiva de su envergadura, hasta que el segundo gran desafío le llegó en 2014. Debido al cambio de gobierno municipal en Quito, los organizadores decidieron trasladar el evento a Cuenca. Para ello recibieron un sólido apoyo del municipio de esa ciudad y del Ministerio de Cultura, a través de fondos concursables.
Sin embargo, su principal línea de vida se había quebrado.
Después de una edición reducida pero potente en 2015, el festival entró en una etapa de barreras cada vez más pronunciadas. El Municipio, que antes había fomentado la iniciativa, ahora le hacía competencia con su propio modelo, representado por el Verano de las Artes de Quito.
El QF apostaba por un modelo integrador que partía incluso de su ubicación geográfica en una ciudad que desde siempre se ha imaginado dividida por una línea imaginaria en su centro. El Parque Itchimbía representaba una articulación para la ciudad, en la que la música era la sangre que la lubricaba.
“Me chocaba mucho que hubieran esos dos Quitos, ¿no? El norte es de aniñados y el sur es del obrero, ‘pobre’. Quito es una ciudad tan especial, tan potente culturalmente, que todo eso era como un desperdicio”.
-Édgar Castellanos
El VAQ adoptó el espacio para sus primeras ediciones, pero finalmente se decantó, en un error considerable, por un modelo que dividía nuevamente a la música y a la gente en universos excluyentes: la música “pesada y marginal” al sur, y la música más pasteurizada al norte.
Este modelo de gestión puso en evidencia que los gobiernos de turno no dejaron de pensar en el desarrollo de la cultura desde una serie de lógicas clientelares. Una visión que echó por tierra muchos procesos iniciados y levantados a pulso por gestorxs independientes.
Frente a los perjuicios que la inestabilidad política le causó en la primera mitad de la década, el QF no logró sostenerse ni volver a levantarse con la misma fuerza. Esto, sumado a los otros dos factores mencionados anteriormente, y a los intentos que se estaban fraguando por consolidar un circuito de festivales privados, provocó un quiebre definitivo.
En el 2017 el QF se convirtió por primera vez en un festival privado. De las 20.000 personas que se estima que asistieron la edición anterior, en ese año la cifra se redujo a menos de la mitad, con unos 7.000 asistentes. Para 2018 este número se redujo a 1200. En 2019 ya no hubo Quitofest.
Si bien su declive no se originó por el mal trabajo de sus gestorxs, es cuestionable la visión que adoptaron y los pasos que dieron a la hora de adaptarse a una nueva realidad y a nuevas condiciones. Siendo un proyecto público de envergadura considerable, que en su momento de mayor esplendor atrajo a artistas de talla mundial y que generó un movimiento cultural sin precedentes, pasó a ser un evento privado de escala menor que tuvo que malabarear mucho para sobrevivir.
Este año, el QF volverá en versión virtual por la coyuntura mundial. Lo hará de forma gratuita, gracias a un nuevo acuerdo de subvención estatal ocasional. Su gran reto, en adelante, será ver cómo logra renovar sus esquemas.
El FestivalFFF, llamado así en honor a la Fiesta de las Flores y las Frutas (FFF) ha tenido la consigna de ser “motor de la música de vanguardia” en el país, desde su origen hace 17 años. En 2019, el entonces Instituto de Fomento a las Artes, Innovación y Creatividades (IFAIC) reconoció a este como un “Festival Emblemático” del Ecuador.
Sin embargo, al igual que el Quitofest, la coyuntura política, económica y ahora sanitaria, han provocado que el FestivalFFF no tenga una continuidad totalmente consistente.
En 2011, el festival fue postergado a noviembre —suele ser entre marzo y abril— y en octubre se anunció su cancelación definitiva para ese año. La razón: “la negligencia del Sistema Nacional de Festivales del Ministerio de Cultura del Ecuador 2011, y la falta de visión de las autoridades locales”, según sus organizadores.
En 2016, el terremoto y los estragos nacionales que este provocó impidieron su realización una vez más. En su lugar, se realizó una serie de conciertos y activaciones artísticas en varios puntos de la ciudad, llamado “Ambato – Música y Acción”, iniciativa de Édgar Castellanos, que también ha trabajado en el QF desde sus inicios.
Estas adaptaciones forzadas se suman a la más reciente, provocada igualmente por la pandemia y el nuevo orden que ésta impuso.
El FestivalFFF del 2020 representó la primera reinvención virtual de un festival público, y la primera vez que el FFF se trasladaba de su natal Ambato a otra ciudad: Quito. Pese a las dificultades, sus organizadores lograron montar una plataforma en la que se presentaron más de 15 proyectos musicales, y manteniendo su propuesta inicial de incluir charlas y talleres. Todo esto se realizó con el apoyo de la Fundación Teatro Nacional Sucre, que prestó las facilidades del principal teatro de la capital.
Y aunque de esta manera el FestivalFFF dio una muestra más de resistencia y resiliencia, reivindicándose como uno de los más importantes del país, también se mostró vulnerable al no haber logrado enraizar su existencia en mecanismos que brindaran sostenibilidad y solidez por fuera de la dependencia de los fondos estatales —y su probada inestabilidad—, reflejando en muchas maneras la experiencia de su par capitalino.
Si algo distingue al QF y al FFF es su afán de integrar a varias escenas musicales en un solo espacio que propicie intercambios en todo nivel.
En una corriente paralela, en cambio, se levantaron algunos otros proyectos que se enfocaron en fortalecer y difundir la cultura de un solo nicho musical. Entre ellos están Alfaro Vive (Hip-Hop), Al Sur del Cielo (Rock Pesado) y Antena (electrónica).
Al Sur del Cielo es el que más recorrido tiene, no solo en esta subcategoría, sino entre todos los festivales musicales de Ecuador. Ha sido realizado de forma continua cada fin de año en la Concha Acústica de la Villa Flora desde finales de los 80.
También se trata de un proyecto autogestionado, que con su andar persistente se ha consolidado como uno de los pocos espacios en el país donde se reúne y visibiliza a los exponentes de música más pesada (hardrock, heavy metal y thrash metal). Entre sus gestores destaca Diego Brito, quien lamentablemente falleció en el primer semestre de este año.
Alfaro Vive Hip-Hop, por su parte, fue concebido por Héctor Cisneros III, cabeza del colectivo SUDAMÉRICA Films. Tuvo 4 ediciones entre 2012 y 2016, inspirándose en las montoneras alfaristas como “ejemplos de la lucha y organización popular de las juventudes de nuestro país”. Pese a haberse descontinuado, representa uno de los esfuerzos colectivos más visibles de la cultura hip-hop en nuestro país.
En sus tablas se presentaron artistas nacionales e internacionales de gran renombre como Marmota, BlackMama, Rima Roja en Venus, Guanaco MC, King Kong Click (CHI) y Norick (PE). Fue gratuito en su primera edición (2012), pero en adelante se adaptó al modelo privado, en lo que podría considerarse una maniobra anticipada al panorama de inestabilidad que envolvió a la gestión pública.
A estos dos se les suma el festival de música electrónica Antena, que este año cumplió su décima edición y que presenta un proceso a la inversa. En un principio no funcionó como un evento de entrada libre, pero con los años sus promotores han conseguido alianzas importantes con empresas y el Municipio de Quito para que sea gratuito.
Su sede no ha sido fija y se ha llevado a cabo en varios lugares, empezando con el cráter del Pululahua, pasando por el reservorio de Cumbayá y finalmente instalándose en el Parque Itchimbia. Este año, Antena también se adaptó a la pandemia y presentó un evento online el 5 de diciembre.
No cabe detenerse en controversias. Pero es justo decir que la transformación de estos festivales deja una serie de preguntas un tanto amargas.
¿Qué falta por hacer para generar políticas públicas sólidas que permitan florecer a estos proyectos? ¿Cómo pueden los públicos apropiarse más de estas iniciativas para apoyar su crecimiento? ¿Qué tan válido es renunciar a la gratuidad de la cultura, en medio de condiciones sociales tan desiguales como las que marcan a nuestro país y su capital?
Ninguno de estos festivales logró sostener ni generar un crecimiento sustancial entre el 2010 y el 2019. El 2020 fue, por motivos obvios, un momento de paro detenido o de replanteamiento profundo. Esto deja claro un reto importante para esta nueva década que está arrancando.
La respuesta que empezó a resonar a estas preguntas fue incompleta, pero terminó convirtiéndose en sí misma en la mecha que dio origen a otra forma de hacer las cosas: “la gratuidad mata la cultura”.
A pesar del debacle de los festivales de carácter público, un nuevo modelo de gestión se estaba perfilando como exitoso, aunque no sencillo de ejecutar. Involucra a marcas pequeñas y grandes como auspiciantes, y busca cohesionar a públicos diversos, de distintos tipos de música y artes, en uno solo. Esto responde, en parte, a las tendencias de los grandes festivales globales y los estilos de vida que éstas proyectaron.
A esto hay que sumar el hecho de que un par de géneros musicales estaban despuntando y generando una nueva audiencia, especialmente entre universitarios y colegiales: el indie, la electrónica andina (andes-step) y la cumbia electrónica.
Quizás como referentes, quizás no, lo cierto es que en el resto de la región este tipo de festivales estaban ganando territorio, cuyo modelo se basó principalmente en otros exportados desde EE.UU y Europa. En 2009 se realizó la primera edición del Estéreo Picnic en Colombia, mientras que en 2011 llegó, desde EE.UU, el Lollapalooza a Chile. En 2012 a Brasil y en 2014 a Argentina.
La migración masiva a Internet, Youtube y plataformas de streaming, pudo ser un punto importante en la conectividad de los festivales locales con el exterior. Además de la conección de la audiencia y lxs mismxs músicxs con artistas extranjeros.
La tercera edición de El Carpazo, en 2015, quizás, fue la que logró consolidar esta idea de dar un valor agregado a la música, agrupando un público que puede y está dispuesto a pagar por ir.
Nadie olvida la rueda moscovita, las ferias de diseño, los stands de comida y las grandes bandas que se presentaron ese año. De esas, destacan Tripulación de Osos, Alkaloides y La Máquina Camaleón, en un momento en el que lograron asentarse como referentes locales con un público consolidado. También aportó el reencuentro de bandas de la vieja escuela como Biorn Borg y Tanque.
Además, las bandas internacionales: Él Mató a un Policía Motorizado, Los Tetas y Brazilian Girls, fueron anclajes importantes para jalar gente en esa edición.
Con un cartel y experiencia parecida, el festival —organizado en gran parte por el músico, ecólogo y gestor, José Fabara (Rocola Bacalao)— continuó con su organización en 2016. Para 2017, El Carpazo tuvo que cancelarse poco antes de llevarse a cabo, debido a que no hubo suficientes boletos vendidos.
Si bien, esto fue un tropiezo en la continuidad del festival, sus organizadores no bajaron los brazos y con “El Carpazo Sideshows” trajeron bandas internacionales —dignas de un festival— a Quito.
Fue así como llegaron a presentarse en venues de gran infraestructura e historia: Cigarettes After Sex en el Teatro Capitol; Jungle en el Teatro Sucre y Él Mató a un Policía Motorizado en el Teatro Bolívar. Los dos primeros eventos se realizaron en 2019 y el tercero, en febrero de 2020.
Luego del éxito que tuvo El Carpazo 2015, otro festival con el mismo aire de música independiente apuntaba alto. El Saca el Diablo tuvo su versión ‘beta’ ese mismo año, pero no fue hasta 2016 que se perfiló como una propuesta refrescante y contundente.
En esa, su segunda edición, fue el hotel El Cráter, en el volcán Pululahua, el lugar escogido para juntar un cartel poderoso de músicxs locales en auge y de géneros variados, con una zapateada a cargo del circuito de fiestas sandungueras: El Cumbión. Entre sus promotores iniciales destacan José Cruz y Bastian Napolitano.
“Lo que nosotros buscamos es combinar para que la gente encuentre posibilidades distintas y así ir generando públicos. Tal vez la gente a la que le gusta ir al Cumbión nunca ha escuchado las bandas que tocarán en la otra tarima. Esperamos que vayan al stage del Cumbión, pero que también les interese conocer a una banda que nunca hayan visto en vivo”.
– José Cruz.
Con esta experiencia, el Saca el Diablo realizó su tercera edición en una hacienda de eventos en Tumbaco, en 2017. Aunque en ese año no hubo El Cumbión, la propuesta seguía evolucionando. Ahora, como parte del festival, se incorporaba una feria de diseño. ¿Electrónica andina con Delfín Quishpe? Sí. ¿Otro retorno de Biorn Borg? Definitivamente.
Finalmente, fue su versión 2018 la que dio el gran salto e introdujo músicxs internacionales en su repertorio. Esa vez fueron la banda colombiana Bomba Estéreo y la argentina Juana Molina quienes encabezaron el cartel. Además, la mítica hacienda San Luis de Lumbisí —donde se llevaron a cabo las últimas versiones de El Carpazo— fue el lugar que apadrinó al nuevo SED.
El mismo lugar cobijaría la versión 2019, siendo esta edición uno de los despliegues más ambiciosos que se hayan visto entre los festivales privados del país. Orishas, Rawayana, Silverio, We are Wolves y Francisco El Hombre fueron las propuestas extranjeras que endulzaron el cartel. Pero de nuevo, fue la propuesta variada de géneros la que pondría la firma del SED en la historia.
Al rock libre de Sal y Mileto y al rock progresivo de 3VOL se le sumaron algunas de las ya tradicionales bandas indies que no faltan en ningún festival quiteño, como Da Pawn y Alkaloides. También contó con la sorpresiva presencia de Los Chigualeros, orquesta referente de la salsa ecuatoriana, proveniente de Esmeraldas. Representando al hip-hop local, estuvo el trío de reggae-rap Sudameryjane’s.
La propuesta de arte destacó con Teo Monsalve y Juan Miguel Marín, ambos haciendo intervenciones en vivo. A esto, se le sumó un escenario exclusivo para stand up, que contó con cinco comediantes locales.
¿Recuerdas que mencionamos El Carpazo 2015 como punto de inflexión? La verdad es que no sabemos si fue el ejemplo o inspiración para el resto del país. Pero, lo cierto es que ese mismo año se empezaron a gestar dos nuevos festivales que lograron transportar a otras ciudades la idea de un festival-fiesta con talentos locales y extranjeros: El Descanso, en Cuenca y el Funka Fest, en Guayaquil.
Un año después de la mítica edición de la carpa, el Funka Fest anunció su cartel. En El manso se llevó a cabo la primera edición de este festival que apuntó, desde un inicio, a la interseccionalidad entre música, artes visuales y escénicas. Además, a diferencia de El Carpazo y del SED, el Funka tuvo desde su primera edición a dos bandas internacionales de renombre: Plastilina Mosh y Babasónicos.
Como pueden ver, este festival nació grande y se mantuvo así en el tiempo, siendo 2019 su última edición. Además de los ya mencionados, en sus carteles se han estado presentes músicxs internacionales de la talla de Carla Morrison, Aterciopelados, Café Tacvba, The Drums y Fito Páez, por mencionar algunos. Además de lo más contemporáneo en música alternativa como EVHA, Los Corrientes, Mugre Sur, Boris Vian y Álex Eugenio.
Mientras tanto, más al sur se fraguaba algo grande. Cuenca se ponía a la par que las dos ciudades más grandes del país y en el mismo 2015 se gestó un festival de bandas ecuatorianas a un precio módico. Sus organizadores estaban ligados a bandas cuencanas como Molicie, Da Culkin Clan y Pastizales
Se trataba de la primera edición de El Descanso. El lugar elegido era el Valle Del Descanso, ubicado a las afueras de la ciudad y en estrecha relación con la naturaleza. Al igual que El Carpazo o el SED, sería una hacienda/hostería de eventos la encargada de acoger la propuesta.
La vieja confiable, la M.C —La Máquina Camaleón— fue la banda de cabecera junto a Alkaloides. Ya ambas habían probado su éxito con la escena indie quiteña en El Carpazo. A ellos se les sumó André Farra y una Lolabúm en su época de retoño. La idea era similar a sus homólogos, juntaba el festival de conciertos con una fiesta electrónica, a manera de after.
Para 2016 contaban con dos artistas internacionales (MNKBSNSS y Legs), y en 2017 fue su última versión y la más icónica. Ese año, su repertorio internacional contaba con Él Mató…, Luca Bocci, Neon Indian y Mitú. Cómo olvidar la idolatría del público cuencano hacia sus músicos, representados por La Madre Tirana y Letelefono. O la manera que la gente coreaba las canciones de Alkaloides. Fue, en todo sentido, un hito en la historia de los festivales.
A pesar de que en los años siguientes no se pudo realizar el festival, al igual que El Carpazo, la gente de El Descanso tenía un as bajo la manga. El Descanso Sideshows fue una serie de conciertos paralelos en los que se presentaron bandas internacionales como Perras on the Beach (2019), en Quito y Cuenca; Usted Señalemelo (2018), en Quito, Guayaquil y Cuenca; y Los Amigos Invisibles (2018) en Cuenca.
Bien o mal, la marca festival resultó —durante unos años— como una alternativa a la falta de políticas públicas y culturales. Al igual que en el caso de los festivales gratuitos, la motivación para hacer surgir estos espacios vino, en gran medida, de los mismos músicos y el público, en busca de crear los espacios que les faltaba para presentarse y para oír a sus bandas favoritas, respectivamente.
Lo que los distinguía, en todo caso, fue una mayor conexión con lo global que se reflejaba en nuevas formas de vestir, de escuchar y de socializar.
Un punto importante para destacar es la adaptabilidad y el ritmo de crecimiento que manejaron los gestores de estos festivales. El éxito en un principio fue tal, que muchos festivales nuevos aparecieron, replicando el modelo. Y —quizás— por no tener la experiencia necesaria, se redujeron a una sola edición con bastantes pormenores.
Sin embargo, esta alternativa no deja de estar marcada por los grandes factores socioeconómicos que constituyen nuestro país.
Por un lado, los festivales son un tipo de evento muy susceptible a las condiciones funcionales del país. La crisis económica, que se empezó a asentar a mitad de la década y que se fue profundizando más con el tiempo, fue un claro factor en la disminución de la oferta de festivales musicales.
Y por otro lado, esta alternativa se constituyó como una opción asequible solo para un sector de la audiencia con poder adquisitivo, dejando de lado a una gran mayoría del público. Un público que accede a estos espacios de música alternativa gracias a la gratuidad de los eventos financiados con fondos públicos. Lo cual nos lleva a un nuevo cuestionamiento.
Entre los gremios artísticos y culturales existe un pedido hacia las autoridades culturales. No a la gratuidad desenfrenada. La gratuidad en todos los eventos culturales produce dos problemas: el primero, los pequeños productores y espacios culturales no pueden competir contra un Estado que hace todos los eventos gratuitos.
El segundo tiene que ver con que el no tener que pagar produce que el público no otorgue un valor monetario a la cultura, profundizando más la precariedad del sector y la dependencia de la “cultura del espectáculo”. Por este motivo, la consigna entre algunos gremios, como la Red de Espacios Escénicos Independientes, es focalizar la gratuidad.
Todo el trayecto recorrido en esta década de festivales nos hace pensar en algunas preguntas para reflexionar:
¿Es posible construir un sector cultural de puntos intermedios, donde las políticas públicas y los agentes del sector estén direccionados en el mismo rumbo? ¿Qué hace falta para que los festivales musicales se consoliden como instituciones resistentes a los cambios económicos y políticos del país? ¿Pueden los festivales cumplir un rol de puentes en una sociedad fragmentada y desigual como la ecuatoriana?
No sabemos la respuesta a estas preguntas, pero lxs invitamos a reflexionar sobre ellas. Hay un camino abierto por el trabajo de muchxs gestorxs culturales, ahora es momento de que las nuevas generaciones recojan lo aprendido y en conjunto sigamos empujando hacia una sociedad más justa, diversa, y guiada por la cultura y la música.
Ya repasamos aquellos eventos en los que, por un lado, estuvieron involucrados entes que los costearon, para permitir al público musical estar presente en las tocadas de sus artistas predilectos, y, también, aquellos en las que cobrar en la entrada fue el mayor apoyo para que la promesa de las ediciones siguientes siguiera flotando en el aire.
Dos formas de hacer festivales que, sin embargo, no son opuestas. A fin de cuentas, cada quien ve cómo se las arregla en esta realidad incierta y compleja. Ahora podemos hacer una suerte de “síntesis” y presentar una tercera alternativa.
Una que, en lugar de asentarse en el apoyo externo o en el aporte del público, desarrolla el sentido de comunidad. Porque en un ambiente pequeño como el nuestro —que todavía aguarda el momento en que finalmente la música despegue, se expanda a otros lares y atraiga nuevos apoyos y nuevos públicos— hay que ingeniárselas. Ingeniárselas para dos cosas.
En primer lugar, para, como comunidad, construir el espectáculo con el apoyo de todos, sin distinción, sean famosxs o no.
Hacerlo no se limita a convocar en un espacio a las bandas del momento y esperar que todo sea de primera y que esté en orden. Implica esfuerzos adicionales, como apoyar a los emprendimientos, a quienes cultivan otros espectáculos y lograr que, con el paso de las horas, la gente presente en el lugar acabe por unirse. Por compartir momentos cuyos ecos resonarán en su memoria por años.
En segundo lugar, es imperioso que la música cruce las fronteras de las ciudades grandes. Que en los cantones más pequeños, ajenos a las geografías gigantescas de los reflectores potentes de la escena, la música se propague y se quede. Quizá no de forma física, pero sí en la memoria, en los boca a boca. Y, sobre todo, que no muera de un año al otro y que el nexo con el resto del país quede establecido por mucho tiempo.
Una tarea difícil pero apasionante que los realizadores de estos cuatro eventos han emprendido con dificultad, pero, pese a todo, con paso firme.
Celebrado en Manabí, en las playas de Canoa —una parroquia del cantón de San Vicente—, este festival inició su andar en 2014. Descomunal (Quito), Suburbia (Quito), Guerreros de Cartón (Guayaquil/Manta) y NN Roots (Portoviejo) fueron las bandas que se sumaron a la primera edición de un evento que, hasta la última edición celebrada al momento, la del 2019, nunca ha dejado de transformarse.
Y ha sido así, en parte, porque por él pasaron actos importantes como Ciclos, Iguana brava, Papaya Dada, Pato Romo, Los Pescados, entre otros. Pero, a fin de cuentas, un desfile de nombres rutilantes no es tan importante como la idea que rondaba la cabeza de los organizadores al momento de crearlo.
La visión original de Rodrigo Intriago y Miguel Vinueza, las dos personas que, desde un principio estuvieron al frente de todo, fue, inundar el pueblo “de música y cultura durante un par de días”.
Y no solamente eso. Porque, ¿de qué sirve inundar de música un lugar sin dejar el germen de un cambio a futuro? Penetrando más en las motivaciones, la idea central era, según Miguel, “generar su propia visión de lo que significa el arte”. Una visión que se vio empañada por un momento en 2016.
Después del fuerte terremoto que asoló al país en abril y que destruyó una cantidad considerable de edificios, parecía que toda la buena onda con que el festival se llevaba a cabo había terminado. Pero no fue así. El festival no cesó. Se realizó el mismo año, en agosto.
Y se realizó, con éxito, también en 2017, 2018 y 2019. Aunque este año entró en una pausa, a causa de la pandemia. Todxs esperamos, sin embargo, que el momento tan extraño que estamos viviendo termine y poder ir a la playa un rato para disfrutar nuevamente del Canoa Fest.
En agosto de 2017, el Malecón Boayaku de la ciudad de Puyo se engalanó por primera vez para el PUYU Festival de Artes Integradas. Como en el Canoa Fest, la premisa era sencilla y necesaria: derribar los muros dentro de los que la música ecuatoriana está encorsetada. En otras palabras, quitar la mirada de las grandes ciudades y poderla en otros sitios.
Por ello optaron por no cobrar la entrada al evento. Según Martín Mantilla, productor general del festival, el objetivo era generar turismo comunitario. En definitiva, brindar una experiencia valiosa para el espectador, una que acabaría por generar réditos económicos para el lugar.
Así, gratuito, y, por ende, al alcance de todxs, gracias al apoyo público y a un manejo inteligente por parte de los organizadores, el festival PUYU de Artes Integradas se ha convertido en un auténtico hito.
Durante la primera edición pasaron por el escenario grandes como Guanaco, Cocoa Roots y MINA, quienes lograron que los sonidos de la escena ecuatoriana retumbaran cerca de la selva. A ellos se sumaron bandas locales y, también, gente que vendía comida y artesanías. Además, el nexo entre los artistas locales y naciones puede ser muy valioso.
“Una de las razones por las que existe el festival es brindar espacios para los artistas locales, y que mejor poder compartir tarima con artistas nacionales de los cuales siempre se aprende mucho y deja grandes experiencias”.
– Martín Mantilla
En años posteriores estuvieron otros actos tan importantes como Los Corrientes o Alkaloides, quienes, con sus temas clásicos, lograron que la gente no pare de corear las letras.
Todo ello paró momentáneamente por la pandemia. Y no sólo porque el repentino escenario negativo que se dibujó de improviso, sino porque, en opinión de Martín, el corazón del festival está en los conciertos en vivo. Con la gente cantando y moviéndose. Con el sonido repiqueteando en el aire, en los oídos.
Este año no se celebró el festival Puyu, pero las esperanzas no están perdidas. Quizá en el 2021, la música vuelva a resonar en los lindes de la selva.
Ahora bien, ya estuvimos en la playa. Ya estuvimos en la Amazonía. ¿A dónde vamos esta vez? A aquella ciudad cercana a las faldas del Cotopaxi: a Latacunga. ¿El nombre? Para nada se refiere al popular endulzante, sino a esa palabra tan familiar para designar a los amigos: panela.
El Panela Fest tuvo dos ediciones: 2017 y 2018. Ambas dejaron claro que, si bien la música era la atracción principal, ese punto principal al que la gente apuntaba y por el que estaba allí, las sorpresas ajenas a la música no estaban aparte. Desfilaron las mercancías distribuidas por emprendedores locales.
También los malabaristas y la gente del teatro ofreció al público un espectáculo digno de permanecer en la memoria. ¿Y el cartel de música?
Nutrido. Fueron 13 lxs artistas que se subieron al escenario y lograron que la gente coree su música, entre artistas locales, de otras partes del país, e incluso internacionales.
Entre los nombres que estuvieron presentes pueden mencionarse los de la mítica banda Guardarraya —que logró que el público se prenda al ritmo de sus clásicos—, La Máquina Camaleón —que venía con el espaldarazo del lanzamiento de su disco Amarilla a cuestas—, el gran dúo guayaquileño de rap A2H, el gran Edgar Castellanos y los locales The Rampses.
La fiesta, diseñada para satisfacer gustos diversos, se repitió al año siguiente, el 2018, aunque con una fuerza todavía mayor si pensamos en el cartel. ¿Por qué? Porque estuvo Lolabúm, que ese año sorprendió a todxs con su álbum Tristes Trópicos —y que justamente aprovechó el evento para presentarlo— , a Biorn Borg y a El General Villamil, que se presentó en la tarima de forma desenfadada, suelta y seductora. Por supuesto, no podemos olvidarnos del trío ambateño Don de Gente y de Curare, que pusieron la explosividad en el ánimo de la gente, lo que conjuró el frío.
En aquella edición, la cuota foránea fue cubierta con la presencia del recorrido grupo chileno de hip-hop reggae: Movimiento Original.
Ahora aguardamos la vuelta del Panela Fest. Y mientras más pronto mejor.
El Festivalito empezó en 2015. Prácticamente de la nada. Porque, en un inicio, su creador, Pancho Feraud —de Fediscos—, debió destinar sus ahorros para hacerlo. Con el paso de los años vino el apoyo privado y la fama del evento se extendió por todo el país, pero aun así las dificultades fueron considerables.
Ello llevó a un hiato prolongado que no se rompió sino hasta el 2019. En ese entonces, y después de una pausa de tres años, el Festivalito volvió —en una hacienda privada de uno de los colaboradores, en Puerto Hondo—, con una edición que dejó a todo el mundo con ganas de más. Especialmente en el 2020, donde muchos proyectos se trastocaron por causa de la pandemia.
Como todo evento genuinamente memorable, El Festivalito ha contado con nombres fulgurantes. Y en su última edición hasta el momento se reunió sobre sus tablas a un elenco estelar: Cadáver Exquisito, La Máquina Camaleón, Macho Muchacho, La Iguana Invisible, Tayos Tayos Tayos, Cometa Sucre, Dome Palma y Telim.
En años anteriores habían pisado el escenario algunxs artistas tan importantes como Paola Navarrete, Cadáver Exquisito, Espumita y Tripulación de osos. Eran otros tiempos. Tiempos duros en los que la gente detrás de Fediscos había optado por arriesgarse y no cejar en su empeño de vencer los pronósticos.
Eran tiempos en los que, únicamente con apoyo de una comunidad de base, vencieron las lógicas de la estructura social y propusieron un evento abierto, beneficioso para la ciudad y los artistas.
Hoy, las cosas han cambiado, y El Festivalito se ha convertido en un festival de obligada referencia para el país y que todxs esperamos con ansia. Una vez que la situación tan extraña en la que nos encontramos pase, claro está.
La década pasada deja un cúmulo de aprendizajes importantes para la gestión de festivales musicales en nuestro país. Nos muestra también que estos eventos son muy sensibles a factores externos y acontecimientos que normalmente no asociaríamos con su construcción.
Entre el 2010 y el 2020 nuestro país ha atravesado varios episodios de crisis económica y política, que además incluyen un terremoto y ahora también una pandemia.
La coyuntura global fuerza una especie de borrón y cuenta nueva para estos modelos de gestión cultural. Los festivales de música no volverán a ser lo que eran en mucho tiempo.
Sin embargo, insistimos: no es justo dejar morir estas iniciativas, puesto que dan sentido a la música como elemento de comunión humana. Permiten transformar tejidos sociales, intercambiar sensaciones e ideas, respirar de la cotidianidad en un entorno que celebra la vida desde lo sonoro.
Si bien no todo es rutilante en los diez años que acaban de transcurrir, se rescatan semillas importantes que todavía pueden ser plantadas en un país con una riqueza cultural inconmensurable, que se ve renovada cada año con nuevos proyectos musicales y artísticos. Vale subrayar que esta nota es apenas una muestra —no una suma total, porque hay muchos más eventos que los que hemos recogido aquí, y cuya información pueden consultar navegando en nuestra web— de algunos festivales que creemos importantes por los alcances que tuvieron.
Lo que nos queda después de una década de festivales de música, es la certeza de que hay que mantenerlos con vida, para que la vida pueda mantenerse alegre gracias al poder de la música.