La poesía de Rocío Soria se mueve perpetuamente hacia el deterioro. La decadencia de la vida humana entrelazada a un tenue brillo de esperanza puede verse en su obra. Nos acercamos a ella.
Como suele suceder con quienes llevan dentro un irrefrenable deseo de escribir, Rocío Soria empezó en la literatura muy pronto. Fue su padre quien, a través del ejemplo, la acercó a las primeras incursiones en otros mundos. Con la escritura de los primeros versos, a los siete años, empezaron sus primeras tentativas para crear textos. Fueron los años de las primeras imitaciones, de aquellos pasos necesarios para forjar una voz.
“Me interesé por la escritura cuando tenía siete años, que fue cuando escribí el primer poema. Lo escribí casi obligada por las circunstancias. Alguien en mi casa quería, insistentemente, que yo participara en un concurso de poesía infantil. Allí me di cuenta de que había una puerta, una posibilidad de escribir, de expresar mediante palabras”, dice.
En aquellos días abundaban en su casa las novelas ecuatorianas. De Luis A. Martínez a José de la Cuadra, aquellos fueron los autores que atizaron su pasión por la lectura. Pero el libro que le reveló una visión del mundo nueva, el que provocó una sacudida que removió los cándidos sentimientos de la niñez y tiñó su vida con una visión desencantada del mundo, común en la adolescencia, fue El extranjero, de Camus.
“Ese libro yo lo fui a buscar cuando me enteré de que había un mundo afuera, el mundo de los libros usados. Llegué a la librería, lo encontré y me tuve que sentar allí. Como es corto, lo leí allí mismo, y, posteriormente, lo compré. Lo compré, y creo que es uno de los libros que más me han marcado en la vida”, recuerda.
Eso fue a los 13 años. El salto a la poesía no tardó en venir, auspiciado por el barrio que la rodeaba. Abundaban allí las personas que se dedicaban a la escritura. Entre ellos, Violeta Luna y Euler Granda. Aprehender la huidiza realidad de la misma forma en que esos seres rodeados por un halo de misterioso lo hacían, era lo que ella deseaba. Ansiaba franquear esa puerta y asomarse a ese universo de maravillas ocultas.
Entonces, vinieron los poetas “decapitados” y acabaron por meterla de lleno en él. “Empecé a interesarme por la musicalidad, por el preciosismo que ellos tienen”, dice. Luego vino la etapa universitaria, donde la escritura secreta, enmarcada en el juego, se expandió hasta los manglares de una vocación más seria.
Así, la escritura se convirtió en una necesidad, entre otras cosas, por restricciones que una personalidad tímida como la suya imponía. La poesía era, pues, un vehículo para la expresión. E incluso más allá, la poesía era una especie de “cura para el alma”. Una cura que no debería, según la poeta, tener fijado un límite dictaminado por los horarios, esa inconveniente danza de un tiempo destinado a las labores, apenas entrelazado a unos someros minutos dedicados al arte.
“Yo me había suicidado un poco al estar metida en otras actividades (comunicación institucional). Ahora que estoy en la cátedra (de lingüística, en la Universidad Central), creo que he vuelto. A uno no sólo le da la posibilidad de escribir, sino de ser un verdadero promotor de lecturas”, señala.
Para la poeta, una de las condiciones necesarias para dedicarse a las cuestiones del lenguaje debería ser amarlo profundamente. Y siendo así, el maestro tendría la labor de acercar a los alumnos a la literatura: sugerir textos y motivarlos de cara a ese amor por la palabra.
Un amor que incluso puede ejercer de mediador en cuestiones no tan felices, escabrosas o deprimentes, según lo quiera ver la gente. “Uno aprende otros lados de la vida, otras aristas de esa misma enfermedad”, dice la poeta, para quien su experiencia en un hospital público, donde trabajó algún tiempo, le enseñó mucho.
Fue así como se convirtió en una cronista del deterioro del hombre. Los años transcurridos en la facultad de medicina y la paulatina desaparición de muchos seres queridos la fueron acercando a ese lado decadente de la condición humana que plasma en Deterioro, su último poemario. Es un texto en el que hay más pérdidas que ganancias, más extinciones que apariciones.
Esos días en el hospital no sólo sirvieron para presenciar ese ineluctable deterioro. También fueron días para forjar nuevas amistades. En aquellos días conoció a un hombre que, postrado en una silla de ruedas, por causa de un accidente de tránsito, necesitaba curación. Y fue la poesía la que solazó esos días desgarradores. Y fue lo que, asimismo, creó una amistad que se mantuvo hasta la muerte de este. “La vida permitió en encontrarnos en ese mar, esa magia que es la poesía”, recuerda.
Y así es la vida para la poeta: una mezcla de todo lo vivido, lo leído, lo percibido. “Mientras uno viva más cosas, más puede echar mano de algún recuerdo, alguna imagen”, afirma.