¿De qué sirve pintar las paredes de una ciudad en la que la mayoría de ellas han caído al piso o están agrietadas? ¿De qué sirve montar una «Fiesta de Colores» en un lugar donde aparentemente hacen más falta bloques que pintura?
Frente al malecón hay un edificio a medio construir que seguramente fuera uno de los más altos de la ciudad en otro tiempo, y que ahora luce abandonado y deslucido: una ruina más en medio de un montón de otras construcciones heridas. De él cuelga una valla traslúcida del gobierno, igual de desgastada por el sol y la brisa marina, en la que se ve a un par de trabajadores sobre los cuales dice algo así como: «Bahía se reconstruye con fuerza».
Bahía de Caráquez fue una de las ciudades más golpeadas después del terremoto de abril del 2016, y le ha costado volver a levantarse. En otra época, era una ciudad bullente, llena de turistas y llena de cultura y comercio. De esas épocas queda un rastro de escombros entre el que la gente ha comenzado a moverse para recuperar cierto sentido de normalidad mientras cicatrizan las pérdidas del sismo. En medio de un entorno como este, parecería incoherente pintar paredes, en vez de reconstruirlas.
Sin embargo, un puñado de artistas impulsados por otro puñado de gestores culturales se lanzaron a hacer lo incoherente entre el 25 de noviembre y el 2 de diciembre de este año. Como hormigas se esparcieron por las calles para pintar murales, buscando levantarle el ánimo a las personas con su arte y prender una vez más la Fiesta de Colores.
La Fiesta de Colores fue el resultado de los desvaríos de Miguel Vinueza, Rodrigo Intriago y Kristy McCarthy: un metalero, un emprendedor y una muralista que comparten un profundo amor por Manabí y por el arte como fuerza de cambio. El año pasado hicieron realidad la primera edición de este festival de arte urbano en las paredes de Canoa, a unos pocos kilómetros de Bahía, y luego en Briceño con la misma viada. Desde entonces se dieron cuenta de que no podían parar. En sus manos tenían algo mucho más grande que una congregación de muralistas. Tenían un motor para intervenir comunidades necesitadas a través del arte.
Para la tercera edición decidieron meterse de cabeza en Bahía y convocar a una gran constelación de artistas. Entre ellos había un par de representantes de Bahía haciendo sentir la localía, a quienes se sumaron otros artistas desde Quito, Ibarra, Santo Domingo, Puyo, Zamora, Portoviejo, Medellín, Granada, Los Ángeles y Nueva York. Con el antecedente de las experiencias pasadas, este año reforzaron la propuesta con un montón de herramientas nuevas para dejar una huella de color en las paredes y demostrar que más allá de sólo adornarlas, esta también tenía el poder de reconstruirlas.
En alianza con el Festival Indómita de Zamora, llegaron a Bahía Zowith, representando a la Amazonía ecuatoriana, junto a Layqa Nuna Yawar y Votan de Estados Unidos. La combinación en la gestión de ambos festivales hizo posible tener a estos nombres importantes del arte urbano y demostró que juntando esfuerzos se abarca más.
Por otro lado, estaban los artistas del colectivo local Arte Sobre Escombros que hacían murales desde hace tiempo, cuando decidieron pintar los muros derrumbados como primera reacción después del shock. Familiarizados con la movida, ayudaron a que fuera más fácil socializar con la comunidad y encontrar las paredes propicias para que los artistas de la Fiesta de Colores hicieran los suyo más cómodamente. Así le dieron un impulso extra a la fiesta para que pudiese llenar la ciudad aun con más colores.
Estaba también la Organización de Mujeres de Bahía, que paralelamente con el 25 de noviembre como el día Internacional de la Eliminación de la Violencia Contra la Mujer, motivó a muchos de los artistas a pintar sus murales alrededor de esta temática. Gracias a esto, Lina Diosa, de Medellín, y Layqa Nuna Yawar, de NY, se acercaron a las trabajadoras sexuales de Bahía para involucrarlas en sus obras. Lina pintó las paredes de los Night Clubs junto a ellas. Layqa retrató a Ramonita, una de las trabajadoras más antiguas y reconocidas de la ciudad en uno de sus muros. Los demás también se contagiaron del espíritu feminista, y así la ciudad quedó llena de mujeres poderosas pintadas por todas partes.
El efecto más evidente de todo este esfuerzo fue el embellecimiento de un lugar que todavía muestra moretones después de la catástrofe. Los colores y las formas que quedaron impresos sobre las paredes agrietadas hicieron mucho más que solo maquillarlas: las renovaron y con ello renovaron el ánimo de su gente. Pero el valor de la fiesta estaba más allá de lo evidente, más allá de las pinturas, más allá de las paredes. En la interacción con la comunidad, ahí estaba el condumio.
Alrededor de los muros fue donde se vivió la celebración, y las personas de Bahía fueron la corte de honor. Algunos de ellos gozaron el ver retratados en el muro de Gaia, en el barrio de La Equitativa, a todos los personajes importantes del lugar que partieron hace tiempo. En otros barrios, los moradores buscaron como locos que los artistas se dieran un tiempo también para pintar sus negocios o sus casas. Pincel de Cristo, de Portoviejo, atendió ese llamado y después de terminar sus murales se quedó en el pueblo dejando sus colores en algunas cafeterías y restaurantes.
Los estudiantes del Colegio Eloy Alfaro, por su parte, atestiguaron cómo su escuela, venida a menos por el terremoto, se llenó de vida con las obras colaborativas que dejaron todos los artistas en dos de sus muros exteriores, haciendo de la ida y la salida de la escuela un poco más alegres. Por su parte, los pelados del Club de Arte de Canoa también se sumaron a la celebración y le echaron una mano como asistentes a algunos de los artistas, convocados por Kristy, que dirige este proyecto desde hace tiempo.
Sin embargo, una de las invitadas destacadas sin duda alguna fue Isabella, la niña que se convirtió en ayudante de todos los muralistas y que al final se vio retratada en una de las obras por haberlos contagiado y conmovido con su alegría y su fascinación. Su madre y su abuela contaban agradecidas a todo el mundo que pintar la había ayudado a superar su déficit de atención y algunas de las trabas que éste le había traído para socializar con los demás.
La Fiesta de Colores cerró su tercera edición con una entrega simbólica de los murales a la comunidad: «La Ruta de los Colores». Los bahieños que se apuntaron a la cita fueron recorriendo uno a uno los murales pintados durante esa semana alocada en la que un montón de extraños anduvo corriendo de un lado a otro cargados de tarros y aerosoles.
Ahí pintados quedaron siete días de convivencia intensa, contenidos en esos trazos que ahora le pertenecen a la ciudad y grafican sus esperanzas y sus alegrías. Son trazos que hablan mucho más de un ciudad que se reconstruye con fuerza, que una pancarta abandonada del gobierno.
La Fiesta de Colores se despidió demostrado que el arte trae vida a una comunidad que la necesita, y que alimentar el espíritu de la gente es tan importante como garantizarle un techo para dormir a salvo. Ahora se alista para buscar nuevos horizontes, mientras Bahía queda con un montón de murales alegres que la ayudan a mirar sus cicatrices desde otra perspectiva.