«Hello». El saludo no llegó a advertir lo que se venía. La presencia calma de Mulatu, con su voz despreocupada y su mameluco blanco no daban cuenta de todo lo que la sabiduría de un músico puede provocar al momento de arrancar su show. Estaba ahí, frente a nosotros, la leyenda viva del ethio-jazz, término que él mismo acuñó a la música que empezó a componer en los años setenta.
Antes de saber que venía, no había escuchado a Mulatu Astatke. Pero la clave estuvo en una seguidora de su música que me introdujo -con una sonrisa y los ojos llenos de brillo- a ese juego de percusión que atraviesa la piel para erizármela, invitándome a buscar más en YouTube y otras redes.
El concierto fue más lejos de lo que había escuchado hasta el día de la función. Ese día me di cuenta que los golpes de los tambores no pueden viajar con su fuerza real, a través del internet. La noche del jueves 20 de marzo, las vibraciones de esos mismos tambores danzaron cerca de mi esternón para confundirse con mis latidos.
Mulatu empieza por hablar desde su vibráfono mientras una medialuna de congas, timbales y tambores, lo esperan por detrás. Tres mazas acarician el instrumento y nos hablan tal vez de sus sueños o de los nuestros. De fondo, una cómplice batería jazzera se sacude con la ayuda indispensable y mágica de decenas de instrumentos africanos de percusión. Así empezamos, sin derecho a acostumbrarnos, porque de repente, el sonido africano muta en un jazz en el que un saxo y una trompeta son los instrumentos principales. Los ritmos cambian, las melodías también. Los protagonistas otras veces son un violonchelo, un piano. Otras veces, vuelve Mulatu cargado de ritmo a desfogar su poder con asidua calma.
La orquesta está en una conversa continua y los músicos generan ese diálogo con sonrisas y gestos imposibles de ignorar. Llegan momentos en los que cualquier instrumento se sale de la conversación y exagera su rol distrayéndonos: El chelo entra en un trance psicodélico y el piano se contagia, o un contrabajo histérico refunfuña en voz alta hasta quedar ronco y taquicárdico.
La gente aplaude, baila lento con los ojos entreabiertos, aplaude al ritmo de los sonidos latinos, los tambores etiopes, los shekerés, el djembé, el saxo, las congas. A veces amagada por la calma, la audiencia escucha atenta sin moverse, pero el ritmo o la nostalgia los llamaban con frecuencia: el soundtrack de ‘Broken Flowers’ y Yagellé Tezeta fueron puntos de inflexión en la conmoción de los admiradores del sabio Mulatu.
Quienes lo vimos por primera vez disfrutamos de ese sonido sincero que salía de cualquiera de los flancos y nos iluminaba, y nos movía de un lado a otro. Algunos, más conocedores del jazz y de la música, no encontraron mucha razón al movimiento de esa noche. Otros, nos sentimos felices de no saber tanto de música y solo tener que cerrar los ojos y percibir el ritmo, los ritmos, dejarnos llevar por esas melodías multipolares con un hombre al centro que las disparaba.