Siguen la técnica del guión: transformar ideas en acciones para verlas en imágenes y así crear nuevas historias. Estos son tres guionistas ecuatorianos que mantienen una estrecha relación con la literatura. Diferentes narradores los han llevado hacia lugares que no podrían visitar de otra forma; a aprender sobre la vida y la muerte por medio de lo que le ocurre a alguien más y se transforma en una experiencia personal. Están aquí, están allá, siguen el camino por el que un narrador los lleva, acercándose a una variedad absoluta de escenas recreadas con imaginación.
Cuando Andrés Crespo estaba en la pubertad, hacía un esfuerzo consciente por no saber nada. Prefería bloquear las palabras de Nietzsche -ser un hombre de acero-, pensando “voy a tomar bielas y me voy a olvidar de todo, porque es muy heavy”. Ahora, mucho tiempo después, acepta que tenía miedo a la adolescencia; sentía que era una travesía muy dura.
A los diecinueve rechazó cualquier forma académica de estudio y se instaló en la playa. Dejó atrás las novelas históricas para pasar a los autores del Boom como Vargas Llosa y García Márquez. Pero la tradición literaria se rompió al cumplir treinta y los narradores más crudos ganaron importancia. Se aventuró hacia los ‘gringos’: tomó el camino de Jack Kerouac y comprendió cómo se construye la estirpe artística.
“Yo no fui a la universidad entonces he tratado de estudiar solo, de encontrar qué me gusta. Investigo qué leen las personas a las que yo leo”. Kerouac admiraba -por ejemplo- a Thomas Wolfe. Al entrar en su narración autobiográfica, la cual habla del hombre que busca el núcleo de la vida y el de la eternidad, entendió cómo se crea un artista, de dónde viene y a qué obedece. En su caso, entonces, la respuesta estaba en su ciudad: Guayaquil. Ahí se encuentra toda la base artística de Andrés Crespo, porque para él, el arte es una manera de expresión personal.
Dice que su vida es el resultado de la suma de libros que ha leído. Todo comenzó gracias a que “mi vieja era profesora de literatura, entonces desde chico yo leía”. Hoy lee mucho las novelas del cubano Pedro Juan Gutiérrez, quien de una forma muy cruda cuenta la vida de la isla. Andrés, por su lado, hace diálogos que manifiestan lo que ha leído: “la forma de ser directa de la gente, de decir cosas inmediatas”. Por eso, se pregunta si los autores con los cuales se ha obsesionado, le han servido para comprender su vida, o si al contrario, han creado una herida más honda dentro de su alma.
Él repite frases de libros que lo marcaron mucho, como en la “Ciudad y los perros” (de Vargas Llosa) cuando un grupo de jóvenes viola a una gallina y al terminar, se preguntan si es mejor buscar al gordito, “que por lo menos es humano”.
Cada libro responde a la realidad de un determinado momento, al igual que sucede con los personajes que Andrés ha representado en películas. No es coincidencia que personifique a gente franca, que parece atropellarse con las palabras, tal y como hacen los costeños. Son personas que no pierden el tiempo, sino que ‘”te dicen no más todo, de una, incluso cosas que no has preguntado”.
Ana Cristina Franco escribe sobre sí misma y lo hace en primera persona. Los detalles a veces podrían pasar desapercibidos, pero si el lector se fija bien, es fácil reconocer su estilo narrativo. Ahí está ella; definida por su personalidad descrita palabra tras palabra. En su caso, la soledad a veces sí tiene una razón: va ligada a la lectura. “Si quieres leer es porque algo de soledad innata hay en ti”, dice mientras agrega que los libros también distorsionan el ideal de vida. El lector comienza a buscar a sus personajes favoritos entre la gente común. El problema es que ellos nacieron en la imaginación de un desconocido, basados en las pre-concepciones personales. O sea, son amores imposibles que por más que se intente, nunca salen del papel.
De niña, a Ana Cristina le encantaba ver novelas mexicanas. Esa estética melodramática influyó tanto en ella, que ahora reconoce esas exageraciones como un recurso poético en su forma de hacer cine. La que más recuerda es «Agujetas de color de rosa», esa telenovela juvenil que salió al aire en 1994. Para ella el aparente ideal, que se encuentra intrínseco en la cultura popular, es una especie de Frankenstein: una mezcla de películas, libros, novelas, cómics, etc…
¿Lo que lees determina el carácter?
«Lo que lees y lo que ves. Cuando tenía trece años vi ‘Todo sobre mi madre’ con mi mamá en el cine. Fue como un rito. Me dijo: ‘te voy a llevar a ver una película que es diferente’. Fue la puerta a otra cosa, como un despertar».
Su mundo literario comenzó gracias a los cuentos de Julio Verne y, a veces, la historia de El Principito; su mamá se los leía. Ya en el colegio sintió que leer “Una historia sin fin” de Michael Ende, era un reto por la cantidad de páginas que tenía. Mientras los demás correteaban en la clase de gimnasia, ella prefería se sumergirse en su libro.
Recuerda que la época más bonita de su vida fue entre los doce y trece años, en los que leyó todo lo que llegaba a sus manos. Conoció a la mayoría de los latinoamericanos, tanto dentro como fuera de clase. Más allá de las recomendaciones de sus profesores, quienes le decían en qué historia inmiscuirse, a Ana Cristina le apasionaba indagar de lleno sobre los autores. Fueron las mariposas amarillas de «Cien Años de Soledad», las encargadas de abrirle mil puertas en su vida y que, consecuentemente, la llevaron hacia todos los libros de Gabriel García Márquez.
Ana Cristina también escribía. Nunca pensó en publicar. Tenía un par de cuadernos que llevaba en fundas negras de una casa a otra, hasta que un día cansada, decidió dejarlos. Tampoco quería ser escritora o cineasta; soñaba con pintar. Por eso, al salir del colegio se matriculó en una carrera de Arte.
Los cursos en la universidad la decepcionaron. En cambio un taller de verano en el Incine, un instituto capitalino donde se dictan clases de cine y producción audiovisual, le cambió totalmente la perspectiva del futuro. Se dio cuenta de que esta actividad le permitía mezclarlo todo: la literatura, la filosofía y el arte. “Me daba un montón de ilusión que sea la primera escuela de cine. Sentía que tenía el derecho a equivocarme”.
Ana Cristina quería contar historias que hicieran alusión a referentes culturales que eran importantes en su vida. Pero sus profesores esperaban otra cosa de ella: que parta de sí misma. Pasó de tratar temas abstractos a asumir su problemática personal: así fue como nació uno de las tres historias dentro de la película «Los Canallas». Ese fue el trabajo final de una clase y que en 2009, terminó en varias salas de cine de la capital y con afiches pegados en las paredes, a lo largo de toda la ciudad.
En ella influye mucho el cine de Woody Allen y la serie newyorkina “Girls”. Ambas referencias tratan sobre problemáticas personales, analizadas desde la ficción. Por eso, le llama la atención la “valentía de mostrarse a sí mismo”, mientras se representa también a la sociedad. Ahora quiere “salir del yo para hacer el tú. Salir de ti mismo para empezar a mirar al otro”. Esta nueva idea vino del taller “De cerca nadie es normal”, del periodista peruano Julio Villanueva Chang.
Actualmente da clases de guión en el Incine. A sus estudiantes siempre les dice que “si no leen libros de literatura nunca van a poder escribir un guión”.
La ciudad es un personaje más, cuando se trata de contar una historia personal. Por lo general, Juan Fernando Andrade sale de su casa con audífonos. La canción que suena en su iPod determina la película en la que él podría ser un personaje más. Estos momentos cinematográficos los trasladó a la vida de Miguel, el protagonista de su primera novela “Hablas Demasiado”. Si la vida tiene banda sonora, entonces las canciones se encargan de musicalizar toda la narración. Su objetivo es el conducir al lector a los sentimientos de Miguel, escondidos entre las letras y el ritmo.
¿Por qué una novela con música?
Porque yo pienso que la vida sin música es insoportable y este era un personaje bastante solitario al cual el arte, en este caso la música, lo acompaña. Lo hace sentirse menos solo y eso es algo que el arte siempre ha hecho por mí.
Todo comenzó con The Beatles, una banda que a Juan Fernando le daba la sensación de que humanizaba a sus padres. Que les gustara escuchar algo tan hermoso, significaba que bajaban de ese pedestal de autoridad, para ser simples mortales. “Si escuchaban The Beatles no podían ser tan malos”. Además, rompía los esquemas de un niño que empezaba a apreciar la música.
El primer CD que compró fue Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club, el octavo de la banda inglesa. Después de las sensaciones que las “canciones tan movidas y lindas” le generaron en su infancia, se transformaron en ira durante la adolescencia.
Encontró a Nirvana en Nueva York, a los diez años, durante un viaje familiar. Todo se rompió. El grunge fue un quiebre en su vida. “Eso marcó mi generación para siempre”, dice y agrega que él sintió que este tipo de música le correspondía. «Yo creo que tal vez de haber nacido en otra generación sería por lo menos más sociable. El grunge me hizo muy hermético, me puso a la defensiva».
Creció en el Portoviejo de los noventa, una ciudad pequeña muy lejana a los grandes lugares a los que entraría gracias a la literatura. Por eso, cuando descubrió que el arte era una puerta para poder trasladarse de un punto a otro del mundo, no pudo dejar de leer y tocar la batería con su banda.
Como una señal del universo, Juan Fernando conoció a Cortázar a los catorce años. Su papá, un gran lector, llegó un día a la casa con un libro del escritor argentino. Se quejó de la complejidad y lo tachó de loco. «Ese era el libro que tenía que abrazar: el que mi padre odiaba y no había comprendido, era el libro que me tocaba poseer… Empecé a leer Cortázar y ya no paré».
El afán de escapar de las cuatro paredes que la ciudad significaba para él, resultó en un crecimiento personal que estuvo guiado por la música y la literatura. De ahí llegó el cine. “Salir a la calle con la cámara, hacer cortos, luego editarlos y ponerles música”, fue para él una ruptura, en el modo de asimilar lo que sucedía a su alrededor.
Al graduarse, con veinte y cuatro años, escribió el primer borrador de “Hablas Demasiado”. Leyó cuatro novelas fundamentales para encontrar la fuerza que necesitaba: “The Catcher in the Rye”, “¡Que viva la música!”, “Less Than Zero” y “Mala onda”. Hizo dos más y finalmente la tercera versión se publicó con el sello Alfaguara. El resultado es una trama que puede leerse en dos horas: diálogos que hacen referencia a cómo se comunica la gente en la calle y escenas que tienen música de fondo. La influencia de sus referentes está clara, pero para él, eso también es parte de la novela. Ve a “Hablas demasiado” como la prima ecuatoriana de las otras.
Si Juan Fernando hace una suerte de círculo con canciones que definen su vida hasta ahora, empieza con The Beatles, pasa por Nirvana y termina con Bob Dylan.
Es un hecho que la literatura transforma la personalidad. Entrar y salir de vidas paralelas altera la intuición. La transforma, haciéndola más susceptible a encontrar historias en la vida diaria. A veces el resultado se muestra en primera persona, en una suerte de análisis introspectivo. Otras, ese trabajo interno se ve reflejado en los diálogos que forman un guión. De todas maneras, los escritores son personas que entienden el mundo desde otra dimensión: están aquí, pero se propagan entre los libros que están desparramados por la casa y las canciones que suenan en shuffle, y convierten una simple caminata en una escena cinematográfica. Es como tener varias vidas al mismo tiempo, donde diversos personajes se encargan de alterar una escena común, en una historia que llegue y transforme a más de un lector.