Better Call Saul se ha revelado como una de las series más potentes de los últimos años. Pero las aventuras del vil y carismático Saul Goodman y la brillante y enigmática Kim Wexler han ido mucho más allá de lo que esperábamos, en esta temporada final.
Está claro que todos usamos una máscara para movernos por el mundo. Nuestro verdadero yo pareciera estar diestramente enterrado, oculto bajo rugosas y densas capas de gestos mecánicos, frases hechas o rituales practicados miles de veces. Y sólo uno mismo, o alguien a quien uno ame lo suficiente, tendría acceso a él. Pero ¿y si ese yo en realidad no existiera? ¿Y si su existencia fuera apenas una ficción consoladora que nos repetimos a nosotros mismos, cansados del papel que debemos representar todos los días dentro de una existencia agobiante e incierta?
Para lograr lo que se propone este texto, evitemos las últimas dos preguntas y convengamos que sí. Que ese yo oculto, verdadero, existe. Que en el momento preciso se revelará y permitirá a quien logre revelarlo una existencia más plena, más libre.
He pensado mucho en el tema desde la noche del lunes anterior, cuando terminé de ver el último capítulo de Better Call Saul, la serie creada por Vince Gilligan y Peter Gould. Concebida en principio como una precuela/secuela de Breaking Bad, Better Call Saul ha terminado por revelarse con el pasar de las temporadas como una serie potente que rebasa su papel de mero anexo dentro del universo de Breaking Bad. Es más, yo diría que, sin que nosotros siquiera lo sospecharamos, el programa centrado en la vida del corrupto abogado Saul Goodman ha terminado por sobrepasar, en materia de complejidad y sutileza, a su antecesora. Pero, sin dejar de lado las comparaciones entre ambas series, volvamos a lo que me trae aquí.
Si hay algo que diferencia a Better Call Saul de Breaking Bad son —pese a que lo que voy a decir tenga el semblante de una obviedad— sus protagonistas. Y no sólo en lo que respecta a sus trayectorias vitales o sus personalidades, sino también en cómo éstas últimas surgen a flote en el transcurso de ambas series. Por alguna razón, al ver cómo el visceral Heisenberg emergía desde los territorios grises pertenecientes al apocado y derrotado Walter White del principio de la serie —que, como vimos en el capítulo “Full Measure” de la tercera temporada de Breaking Bad, sucedió a su vez al joven y optimista Walter White de 1992, quien trabajaba en Sandia Laboratories—, no pude evitar pensar en Sostiene Pereira, la famosa novela del escritor italiano Antonio Tabucchi.
En aquel libro, el personaje del doctor Cardoso —quien trata las dolencias físicas del protagonista (Pereira) relacionadas con su alto consumo de azúcar— se permite en una conversación con su paciente un desvío respecto al tema principal. Le explica a Pereira una teoría basada en la obra de los psicólogos franceses Théodule Ribot y Pierre Jane: la del yo hegemónico. Según el doctor Cardoso, nuestro ser “normal” es un mandato de un “yo hegemónico que se ha impuesto en la confederación de nuestras almas”. Ese yo hegemónico será destronado por el siguiente, y así sucesivamente.
Walter White encaja a la perfección con esta teoría. Su existencia dentro de Breaking Bad, más que una transformación venida de la nada, parece ser una sucesión de distintas personalidades que, soterradas por varios años, aparecen por fin y cambian el curso de los hechos.
A mi modo de ver, Better Call Saul también desarrolla, en principio, esta premisa. Aunque después la rompe. Después de todo, la serie nos muestra la lenta metamorfosis del abogado novato Jimmy McGill, un personaje encantador y plagado de ilusiones, aunque un tanto acostumbrado a meterse en problemas, en el desencantado, cínico e inescrupuloso Saul Goodman. A esa transformación contribuye, por un lado, su hermano Chuck, un abogado modélico que no advierte que en sus planes para evitar que su hermano ejerza la abogacía y vuelva a ser el estrambótico criminal Slippin’ Jimmy se ha infiltrado algo tan pernicioso como un secreto resentimiento que él, ejemplo de integridad y esfuerzo, tiene hacia su carismático hermano.
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La otra persona que contribuye a la aparición de Saul Goodman es Kim Wexler, una inteligente y esforzada abogada, compañera de trabajo de Jimmy desde que ambos trabajaban en la oficina de correo de la firma Hamlin, Hamlin & McGill (HHM). Wexler no equivale tanto a Skyler White, la esposa de Walter White, un personaje complejo, interesante y muchas veces mal comprendido. Equivale más bien a Jesse Pinkman, pero dotado de matices de los que el personaje de Breaking Bad carece. Y es un parteaguas dentro de la vida de Jimmy. Porque le brinda —y más tarde le quita— a éste algo de lo que quizá ha carecido siempre en su vida, pese a su personalidad encantadora: amor.
Con Kim, a quien al inicio le une el placer provocado por el peligro, Jimmy conoce, tal vez sin advertirlo, el sentimiento de sentirse amado. De sentirse valorado por quien es. Algo que le fue negado por su propio hermano, Chuck. Es por eso por lo que la escena que sella el fin de la relación entre Kim y Jimmy se muestra tan devastadora.
Porque comprendemos sólo más tarde, luego de ver el capítulo final de la serie, que los sentimientos de Jimmy en aquella escena fueron auténticos. Que posiblemente las dos personalidades que adoptó más tarde, la de Saul Goodman y la de Gene Takavic, no equivalieron tanto a un “yo hegemónico” como a una máscara usada para ocultar su dolor y resguardarse de las crueldades de la existencia. He aquí una de las grandes diferencias de Jimmy McGill con Walter White. Con las cosas en ese estado, ¿quién sino la propia Kim podía rescatar a Jimmy, liberarlo de su disfraz y llevarlo a una vida más plena que paradójicamente transcurre tras barrotes?
¿Quiere decir esto que Kim tiene algún tipo de culpa en el asunto? En absoluto. Sencillamente, cuando terminó su relación con él impuso sus necesidades emocionales más urgentes por encima del gusto de estar en pareja. No dejó a Jimmy únicamente por un sentido estricto de la moral.
Y es que si algo nos muestra una serie como Better Call Saul es una moralidad maleable y compleja que se resiste a encajar dentro de los sencillos esquemas que dicta la sociedad. Una moralidad que, aquí, está mediada por varias situaciones que cercenan las ilusiones de sus personajes. Ni Kim ni Jimmy son tan perversos como lo afirmó el malogrado Howard Hamlin —de hecho, Wexler muestra un asombroso compromiso con sus clientes mientras practica la abogacía—, pero no por ello se libran de las oscuridades que los recorren.
Es la culpa que siente por el destino infortunado de su antiguo jefe, Howard Hamlin, lo que lleva a Kim a abandonar a Jimmy y empezar otra vez. No puede evitarlo. Sin embargo, las nuevas vidas de los dos amantes se revelan, con el paso de los años, insuficientes. En el universo de Breaking Bad no se puede escapar de las consecuencias provocadas por las decisiones erradas. No hay vuelta atrás. No existe una máquina del tiempo. Esconderse es imposible. Tarde o temprano, hay que plantar cara al pasado y abrazarlo, con sus pérdidas. Como sugiere la segunda ley de la termodinámica, hay que aceptar la entropía del universo.
Kim es la primera en hacerlo. La mueve el persistente sentimiento de culpabilidad que su nueva cotidianidad anodina, que transcurre entre aburridas reuniones sociales, un trabajo corriente y relaciones sexuales insatisfactorias con un nuevo amante mediocre, no logra borrar.
Jimmy es el siguiente, pero, a diferencia de su amada, quizá no lo mueve tanto la culpa como el amor que siente por Kim. Por ella es capaz de despojarse, en una escena inolvidable, de las máscaras que hasta ahora ha portado. Por ella, ante el mundo, deja de fingir, de pretender ser algo más y algo menos de lo que en verdad es. Y lo hace aun a sabiendas de que acaba de sacrificar la posibilidad de, al cabo de siete años, volver a ser legalmente libre y de salirse con la suya en su afán de derrotar, con su astucia característica, al sistema penal del país. ¿Su recompensa? Compartir un cigarrillo final con el amor de su vida y la certeza de sentirse, pese a todo, pese al persistente dolor que ha sufrido los últimos años, amado.
En ese sentido, tanto Chuck como Walter White —en un contundente flashback desplegado en el capítulo final— se equivocan y, a la vez, aciertan. Es cierto que Jimmy quizá siempre fue el mismo, pero no de la manera que ellos creían. Tal vez, en lo más hondo, Jimmy nunca quiso ser Slippin’ Jimmy. Probablemente, lo único que quiso fue, tras las máscaras con que cubrió su verdadero rostro, sí: ser amado.
Como su personaje, Better Call Saul ha terminado por revelarse en sus últimos capítulos como algo que va más allá de lo que pensábamos. Como algo convencional pero siempre imperecedero que trasciende una ficción criminal, un drama legal o una contundente comedia negra. Better Call Saul ha terminado por mostrarse, en retrospectiva, a lo Pickpocket, como una bella historia de amor.
Con esto en mente, me pregunto qué descubriremos de nosotros mismos una vez que dejemos atrás algunas de las máscaras que aún penden de nuestros rostros.