Este jueves 19 de enero se estrena en las principales salas del país La Piel Pulpo, el segundo largometraje de Ana Cristina Barragán. En ese contexto, la escritora y dramaturga Gabriela Ponce, escribió una reseña con las impresiones y sentimientos que le produjeron la nueva película de la cineasta ecuatoriana. La cual, por cierto, ha estado de gira por distintos festivales internacionales, como el Festival de Cine de San Sebastián, en España, el Thessaloniki International Film Festival en Grecia, y ganó el premio a Mejor Película en el Festival Internacional de Cine de Autor de Canarias en España.
Hace pocos años alguien me dijo que el órgano más grande del cuerpo es la piel. Recuerdo pensar cuando lo escuché: obvio, claro, la piel; y al mismo tiempo, recuerdo sentir el poder de una pequeña pero definitiva revelación.
La piel no solo el órgano más grande sino también el más importante. La piel que es muralla y es ventana a la vez, capaz de estirarse y darle forma al crecimiento y a la vejez: piel que se cae a diario, descamación que ocurre silenciosa y piel que igual, rápida y sigilosamente, se endurece o se suaviza o se erotiza ante los estímulos del mundo; eso que pasa cuando un dedo la toca, o cuando la toca un aliento o cuando la toca un labio o cuando otra piel, una piel animal la roza ligeramente.
Guarda secretos a pesar de su exposición máxima: el dibujo de huellas en las yemas de los dedos que marcan el misterio de la unicidad, o las cicatrices que sellan las más tristes historias o los rituales de paso o los placeres masoquistas o los accidentes o las aventuras.
Y claro, en la herida o en la mancha, la piel es también memoria y es herencia, que incorpora la similitud y fraterniza: la piel de los hermanos la más cercana, la más parecida, la piel con la que en el fin de la infancia se ensayan los límites del mundo.
Y todo eso, puede ser una imagen, una serie de imágenes, una imagen tras otra, todo esto puede ser una película: la contemplación de la piel del cuerpo en sus topografías extrañas y sus lealtades salvajes; de la piel de las cosas en su sobrevivencia obstinada y de la multiforme e indomable piel de los animales.
La piel pulpo, última película de Ana Cristina Barragán, se despliega sobre las superficies y ahí sobre ellas, asienta una mirada que las recorre y acierta en ir a su ritmo, en observar su devenir lento, pero advertir también la violencia de lo que muta en ellas.
El cine que puede ser también (por suerte) un tiempo para la contemplación de cuadros de una belleza rotunda y en el que puede primar (también se agradece) cierto silencio: hay poco diálogo en la película, los personajes no hablan precisamente para que lo que se escuche sean los sonidos más tenues de la piel del agua o el crujir de dientes o el movimiento de bichos extraños; para que se escuche el viento o la memoria de un objeto que se desliza entre los dedos: un cepillo que atraviesa el pelo que es también piel y que guarda la intimidad que se fragua en los rituales entre madres e hijas, entre hermanos y hermanas, en lo íntimo de los vínculos más complejos.
Ahí se manifiesta la singular potencia de esta película, su apuesta por contar una historia desde esos gestos, desde esos ritos de manos y miradas, y alcanzar momentos memorables en las imágenes que capturan su hondura, paradójicamente en esa pura superficie. Eso que precisamente ocurre con la piel, órgano externo de comunicación con nuestras profundidades.
La trama también guarda enigmas que lejos de resolverse se tejen entre contrastes y acontecimientos brutales. Los personajes principales de La piel pulpo son dos hermanos mellizos.
Es poco lo que sabemos de ellos, es poco lo que llegaremos a saber, pero en las formas en las que se manifiestan juntos esos cuerpos, cómo se tocan, cómo se cuidan, cómo juegan juntos se advierte algo esencial y hondo de la hermandad y su modo de ocurrir.
Ser hermanos es compartir el lugar original, lo anterior a lo que somos, la casualidad monstruosa de la que venimos y entonces es compartir los cuerpos más amados y los lugares de la niñez y los deseos turbios y preciosos que la atraviesan.
Sobre ese vínculo que sostiene la historia, ocurren hechos que desgarran esa proximidad y rompen la infancia: momentos de separación en los que llega el aprendizaje, también el más doloroso.
Es a partir de esas situaciones de tránsito y ruptura, en el remolino caótico de ese crecimiento solitario, que aparece la lealtad con esos vínculos y que se regresa a ellos, porque siempre se puede volver, porque quizá de lo que se trata (pareciera decirnos La piel pulpo) es de siempre volver a nuestra primera casa, aunque ya esté perdida.
(Y además (y para los amantes de la nostalgia), en medio de esas imágenes tan bellas y tan tristes, suena Jeanette).