Presentamos un tríptico de crónicas sobre los 15 años de uno de los mejores festivales de jazz del país. Revive la experiencia de un evento que reunió una gran variedad de estilos y atrajo a muchas personas.
The Skatalites y una espera que valió la pena
Martín González Sánchez
Es el penúltimo día del Festival Ecuador Jazz 2019, quizás el más esperado. Fuera del Teatro Sucre, una masa enorme de gente serpentea en los pocos metros cuadrados de plaza que deja la excavación del metro. A puertas de las elecciones, esa herida abierta en uno de los lugares más icónicos de la ciudad tiene sin cuidado a todas esas personas, que llegaron con un objetivo claro en la mente, y que trasluce escandalosamente en el brillo de sus ojos: gozar del show de The Skatalites.
La ansiedad por ver a esta banda es grande. Casi diez largos años han pasado, amasados por la frustración y la impotencia de aquella vez en que un “intento de golpe de estado” puso en paro al país y con ello a todas las cosas que eran importantes, hasta la música. Pero la espera está a punto de terminar y, en medio del presente, ese pasado turbio queda atrás. Lo único que se siente vibrar en el aire son las ganas de que llegue el momento en el que la banda de colosos jamaiquinos estará en el escenario haciendo que todo el mundo sude las penas y baile las alegrías.
La gente dentro del teatro está inquieta. Hasta el tercer llamado, se siguen llenando las butacas entre las sombras. Todo pasa demasiado rápido ante el afán de que llegue la hora. Nadie ha terminado de sentarse bien ni de entender que el momento está cerca, pero la primera banda de la noche ya está en escena. Jazz the Barro abre su repertorio sin decir nada, con una descarga sólida y vistosa de jazz, que salta de un ritmo a otro sin esfuerzo y con gracia. Después del primer tema, su tecladista, Lucas Bravo, coge el micrófono y empieza a narrar una historia: Un campesino se despide de todo lo que conoce y sale de su casa en busca de la fuente de la vida en medio de las montañas.
Cada canción es un capítulo del viaje, puntuada de cuando en cuando por la narración de Bravo, o de Su Terry, la saxofonista estadounidense que los acompaña como invitada especial esa noche. En medio de melodías tropicales y andinas nos transportan a través de las montañas a un manantial místico y a una fiesta de pueblo tremenda, a lomo de llama. Cada unx de ellxs brilla por sí solo y todxs operan bien en conjunto, entendiendo a la perfección cuál es su función en la travesía. La sala está cada vez más conectada, como si fuese un grupo de niñxs escuchando un cuento que se desenvuelve en su imaginación con cada nota. Se acerca el clímax de la historia y Terry cuenta el encuentro del campesino con un shamán que lo envía de vuelta a casa después de que ha bebido y bailado como loco. “Ya has tenido tu momento de eternidad”, dice ella personificando al brujo y terminando de hechizar a todo el mundo.
La banda termina su rendición en medio de una ovación generosa, con algunos aplausos de pie. Se van sonrientes porque han logrado transportar sano y salvo a un público ansioso. Sin embargo, el momento de eternidad verdadera recién está por empezar. Solo falta aguantar un receso más de 15 minutos. Quince minutos más, después de nueve años.
La sala se convierte en un ciclón. Por el altavoz una voz pregrabada es reproducida en loop para tratar de recordarle al público que no puede encender nada dentro del teatro y que si quiere bailar debe hacerlo en el espacio de su butaca. Los chiflidos de la masa la opacan. A nadie le importan las reglas cuando lo que quiere es ir a bailar al son de la libertad. Cuando las luces de sala alumbran los rostros aparecen algunas cabezas con rastas y muchas otras con boinas entre las que se adivinan a los músicos de bandas como Suburbia Ska o Quito Ska Jazz. Ellxs han ido a presenciar un ritual, a ver en comunión a sus referentes más grandes, y ningún mensaje de advertencia en ningún altavoz va a impedirlo.
Nuevamente, es tanta la emoción contenida que nadie termina de entender bien lo que pasa cuando aparecen en el escenario los músicos de la banda y toman sus lugares discretamente. Una lluvia torrencial de aplausos los recibe con torpeza y apenas tocan la primera nota los pasillos del teatro son invadidos sin orden y sin vergüenza por todo el mundo. Es una sola masa compuesta por centenares de cuerpos moviéndose alborozadamente de un lado a otro. Están en todas partes. En la luz y en las sombras, de lo más alto de la luneta, pasando por todos los palcos, a la esquina más lejana de la platea. No hay nadie quieto. Las autoridades del teatro tratan de retomar el control ordenando a la gente que regrese a su sitio, pero no tiene sentido. The Skatalites ya está en la casa y todos están de su lado.
Su trompetista, Travis Antoine, toma el micrófono y después de saludar a todo el mundo con calidez pregunta si están listos para el conteo regresivo. Todo el mundo sabe de qué habla. En un unísono gigante vamos del diez al cero y cuando éste llega, el grito es uno solo: ¡FREEDOOM! Libertad es todo lo que hay. En cada cuerpo, en cada rostro sonriente, en cada mirada encendida. Los instrumentos retumban dentro del teatro como si las paredes no pudiesen contenerlo. La banda baila, el público baila, incluso uno que otro encargado del staff baila también entre la gente; el recato y las reglas, perdidas. No falta ninguna canción en el repertorio. Están todas las que deberían. Están todxs contentxs. La fiesta es un solo clímax continuo.
Después de algunos temas sale “La reina del ska”, Doreen Schaeffer, y con su voz arrulla a todos ocupando una esquinita del escenario. “I Love You Quito”, nos dice y nos abraza, como si conociera a todo el mundo de toda la vida, como sintiendo que ya era hora de estar aquí para ponernos a gozar. Ken Stewart, el tecladista, sale de su lugar en un momento dado y se pone a saltar una cuerda imaginaria en el aire y a enseñarle a todo el mundo cómo se baila ska, con 31 años de experiencia, en la banda más importante del género. Doreen y Natty Frenchy, el guitarrista, lo miran sonrientes. Me atrevería a decir que el pensamiento en ese instante fue colectivo: “quisiera llegar a tener esa edad así, tal cual”.
Leonardo Eras y Carlos Fajardo, los músicos invitados para tocar el saxo y el trombón respectivamente, se menean de un lado a otro con Antoine, bailando como niños y soplando con todas sus fuerzas y todo su brío. Se nota que, como todo el mundo, se están divirtiendo como nunca. Sparrow Thompson le pega a los tambores en el fondo con aplomo, derrochando swing, y junto a él en una silla, discreto y sereno, Val Douglas lleva el compás con el bajo. A los miembros más antiguos de la banda les corresponde sostener la base de la música.
Tocan más de dos horas. Repiten las canciones sin hacerse rogar demasiado y se despiden en medio de una lluvia brillante de confeti que grafica a la perfección cuál es el sentir colectivo del teatro. En este punto, con todo el mundo extasiado y satisfecho, queda claro que Jamaica y Ecuador se parecen tanto como el Ska y el Jazz, y que la música es el lenguaje que lo une todo, el lenguaje de la libertad.
La noche en que las mujeres se tomaron el Ecuador Jazz
Juan Sebastián Jaramillo
La noche del sábado 16, el Teatro Sucre fue el escenario de un show de contrastes y campos comunes. El Lyzbeth Badaraco Quartet se encargó de abrir la noche con un repertorio de jazz clásico con algunas sorpresas. Más tarde, una de las invitadas de lujo del festival, la francesa Anne Paceo y su cuarteto Circles, inundaron el teatro de sonoridades elegantes, (pos) modernas e innovadoras.
La noche era fría, como lo han sido casi todas las noches de marzo. Y en términos de frío, el Centro de Quito no perdona. Desde un principio la sensación del teatro era de acorralamiento. Había muy poco espacio entre la entrada y las vallas que cercan la famosa plaza de enfrente, por motivos de la construcción del metro.
Se podría decir que es el mismo sentimiento que produce el buscar espacios dedicados al jazz en la ciudad. Es difícil pensar en un lugar que sea icónico por presentar este tipo de música a lo largo del año. Claro que hay lugares como el Ananké y lo que fue alguna vez La Liebre, o el Domo de Tumbaco, o el recordado Pobre Diablo. Así como seguramente hay más espacios que acogen esta propuesta musical en sus noches. Pero, ¿por qué debería haber un espacio icónico? Siendo el jazz un género que nació hace más de un siglo, bien al norte del continente, no habría, a simple vista, un vínculo especial con Quito o Ecuador.
Y, sin embargo, hay músicos locales que se lanzan a hacer jazz. Músicos de la vieja escuela y consagrados de la escena independiente como Álex Alvear; músicos de la nueva generación que han logrado llevar este tipo de música a las audiencias contemporáneas, como Jazz The Roots; y músicos que experimentan y añaden al jazz nuevos ingredientes, como Don Bolo y su punk jazz.
Entonces, cabe preguntarse, qué tiene este género que músicos de todo el mundo lo reproducen, lo innovan y hacen que trascienda en el tiempo y no se quede relegado a una época y lugar, como lo fue el New Orleans de principios del siglo XX. Aunque eso es material para otra historia.
Por el momento, volvamos a la fría noche de marzo, donde el jazz estuvo liderado por personas ajenas a su origen: dos mujeres no estadounidenses, ni afrodescendientes.
La pianista guayaca Lyzbeth Badaraco abrió la noche. No podía ocultar la emoción de estar en el Ecuador Jazz 2019. A pesar de que sus canciones son puramente instrumentales, sus nombres invitan a imaginar historias que se dibujan con cada nota. El mito de “Guayas y Quil” es una de ellas. “Cartas a Medardo” es otra, compuesta pensando en los últimos momentos de Medardo Ángel Silva, según explicó Lyzbeth.
Al talento que tenía la lideresa, se le sumaron las inquietas manos de Roberto Morales en la batería, la elegancia de Fabricio Vela en el contrabajo y el prodigioso guitarrista Santiago Sandoval, quien además es productor del proyecto.
Y las sorpresas de la noche fueron la aparición del saxofonista Gilberto Rivera y Álex Álvear, que se juntaron al cuarteto para cantar la famosa “Caballito Azul”. El final de su presentación estuvo acompañado de Jenny Villafuerte, quien prestó su voz para una reinterpretación de la clásica “Vasija de Barro”.
Llegaba el turno de Anne Paceo Circles. Otro cuarteto liderado por una mujer. Pero a diferencia del grupo local, la banda de la jazzera francesa traía consigo un experimento de sonidos y colores que hablaron de otro jazz, muy distinto al clásico. Desde un principio, la voz de Ann-Shirley destacó por su capacidad de alcanzar notas muy altas y de combinar a la perfección con el saxofón y el clarinete de Christophe Panzani, al punto de que parecían un solo instrumento. ¿Cuántos pulmones tendrá Panzani?, cabe preguntarse luego de oírlo soplar sus instrumentos y es que desde las butacas nacieron olas de aplausos, exclusivamente para él, en más de una ocasión.
Aunque no eran visibles las manos del tecladista Tony Paeleman, su habilidad con los dedos era envidiable. Como cualquier prodigioso, hacía que su trabajo pareciera sencillo, hasta que uno se daba cuenta de que no solo tocaba el teclado, sino también un pequeño sintetizador que hacía de bajo.
Nada que decir sobre Anne Paceo. Sus sonidos en la batería eran nítidos. Sus toques no eran nada repetitivos y sin embargo, marcaban el ritmo a la perfección. Tal vez el recuerdo que más se llevó el público de esa noche, fue el carisma que le metió entre canción y canción cuando luchaba con el español y el inglés para contar la historia detrás de cada uno de sus temas, como la historia de “Nehanda”, inspirada en la lucha anticolonialista de una guerrera de Zimbaue.
Sus canciones como Calle Silencio, donde Ann-Shirley y ella hacen una intro vocal mientras se golpean el pecho, y Myanmar Folk Song, con la que cerró la noche, son muestras del sonido fresco que trajo desde Francia Anne Paceo Circles, a una noche fría de Quito, en un teatro acorralado, en una ciudad donde el jazz está arrinconado, pero donde cada año desde 2005 se reúne lo mejor del jazz local y global.
Una mañana y una noche memorables
Jorge Andrés Bayas
La historia de Elza Soares es digna de una leyenda, de esos libros de peripecias cuyo interés no disminuye jamás, sin importar cuántas páginas llevemos leídas. Tiene, es cierto, el barniz de las historias de superación personal, en las cuales, luego de una vida repleta de penurias, puede verse una luz al final del túnel. Pero aquí no hay una luz al final del túnel. Hay alturas y profundidades. En suma, una existencia con todos los contrastes del caso. Una vida dura, vivida hasta el fondo por una mujer igualmente fuerte.
“Yo soy brasileña. Nací en Brasil: mujer, negra, pobre. La mayor dificultad en mi país es ser negra y mujer. Yo nací con todo lo necesario para que nada funcione, con las tres cosas en contra. Si luchas, consigues lo que quieres”, dice Elsa, en la rueda de prensa que tiene lugar la mañana del viernes 8 de marzo, en el Teatro Sucre.
A sus 81 años, las huellas del paso del tiempo son más que evidentes en su figura menuda y frágil. Se mueve con dificultad. Hay gente que la acompaña a todos lados. La perspectiva de una entrevista personal con ella se antoja quimérica. Necesita un descanso libre de cualquier reportero curioso o desesperado. A simple vista, parece imposible que esta mujer haya vivido una vida signada por las dificultades y, peor aún, que se haya impuesto sobre ellas.
Pero, precisamente, eso fue lo que ocurrió. Esposa y madre a una edad en la que debió estar dando los primeros pasos en la adolescencia, Elza se encontró convertida, de pronto, en la precoz matriarca de una extensa familia. Un rol que en nuestra sociedad parece condenar a una mujer a un rol establecido, sin posibilidades de escape: el de ama de casa, el de una eternidad cumpliendo con las labores del hogar. Su escape fue la música.
A los 16 años se presentó en el programa de Ary Barroso. Aquella chica de aspecto desaliñado no parecía ser la encarnación de una estrella. De hecho, en un inicio, provocó la hilaridad del presentador y del público. Pero la cosa no quedó allí. Como suele suceder en esta clase de historias, luego de su actuación en el escenario, la incredulidad se convirtió en aplauso. Comenzaba una leyenda.
A los 22, luego de dar a luz siete veces y perder a uno de sus hijos y a su marido, este último víctima de la tuberculosis, Elza llegó a Buenos Aires. Allí conoció al famoso Astor Piazzolla, el gran compositor argentino de tango. Su carrera acabó de despegar en la gran ciudad porteña, pero el retorno a Brasil fue inevitable más tarde. Volvió para convertirse en la reina de la samba, para que su voz, a veces dulce, a veces rasposa, quede grabada en la mente de todos lo que, a través de los años, la escucharon.
Una vida intensa, turbulenta, dedicada exhaustivamente a la música, marcada, entre otras cosas, por su matrimonio con el astro brasileño Garrincha, la catapultó a una constante aparición en los medios. No obstante, la comidilla que tales asuntos dieron a miles de reporteros no está presente en el Teatro Sucre. A ninguno de los presentes le interesa en lo más mínimo que ella precise las que cosas que se cuentan.
En lugar de eso, todos la escuchan con una mezcla de atención y admiración. Es la clase de reacción que las personas con algún tipo de sabiduría suelen generar. A más de ello, la coyuntura, marcada por las luchas feministas, ha atraído a activistas y estudiosos. Quieren escuchar en las palabras de la cantante algo que refuerce sus motivaciones. Ella no los decepciona.
Una de las primeras cosas que dice lleva un pequeño rastro de ingenuidad infantil, una ingenuidad que, sin embargo, revela la existencia de unas normas sociales arbitrarias que constriñen a los individuos: “Cuando era niña, yo tenía gran dificultad para comprender la diferencia entre hombres y mujeres. No entendía por qué el hombre era superior, por qué tenía que respetar autoridad de mi padre por encima de la de mi madre”.
Sopesa cuidadosamente sus palabras. Sabe muy bien lo que significan. Ha dedicado toda una vida a comprender cómo funciona el mundo, a reflexionar. “Yo siempre veo a la mujer como una matriarca. La mujer pasa la vida sangrando, sufriendo. Entonces, ¿por qué la mujer no es la mayor fuerza?”, afirma.
El filo feminista, no obstante, no siempre estuvo presente en su música. En la ronda de preguntas que se abre para un público por lo general admirativo y entusiasta, alguien la interroga acerca de las letras machistas que cantó en un inicio. La cantante acepta este pequeño reproche. No vacila. Responde con facilidad. Se diría que ha anticipado la dificultad. Quizá ya ha pasado por ella muchas veces.
“Yo era muy ingenua y necesitaba estar en mi carrera, en el arte. En ese tiempo, cuando comencé a cantar, como canté la música de Ataulfo Alves, que es una marchinha del carnaval, que habla sobre el racismo. En la canción dice que, si volviera la esclavitud, él tomaría a esta mulata, la haría presa para sí. Después me dije a mí misma: “¡Qué horror!”.
La última frase que le sale está cargada de humor. Sabe reírse de sí misma. Con ese tono levemente autoparódico, que se desliza suavemente en el ambiente del teatro, marcado por la admiración entusiasta por la artista veterana y la exaltación de una lucha política apremiante en nuestros días, descarga la tensión. Parece insinuar que las convicciones erradas, que emergen de las normas sociales y una ingenuidad corrompida por una sociedad opresiva, no son definitivas.
Deja entrever las huellas de una evolución personal moldeada por una lenta experiencia. En medio de las preguntas, a veces claras, a veces digresivas, que por media hora le hace la gente, pronuncia unas palabras que quizá resuman perfectamente todo lo que ha dicho a lo largo de la mañana:
“Yo siempre digo que la música es la medicina para el alma. El arte es una forma de agradecerle a Dios por otro plato de comida. La vida fue difícil para mí, fue una lucha complicada. Pero ha habido muchos caminos por los que transitar. Yo les invito: vamos a la lucha, mujeres. Yo creo mucho en el futuro. Aunque ya no estaré allí, mi nombre lo estará. Yo ya participé en la lucha”.
Al terminar las preguntas, los reporteros y asistentes intentan abordarla. La suerte es para unos pocos. Los encargados del teatro cierran el paso al resto. A parecer, han sido advertidos de que no dejen pasar a nadie, salvo que la propia Elza lo permita. La sala del teatro empieza a vaciarse. En pocos minutos, la veterana artista se retirará a descansar, a aprovechar la tarde para recargar la energía necesaria para el concierto de la noche.
Lo cierto es que una anécdota repiquetea en mi mente cuando abandono el lugar. Intento imaginar a la niña de seis años, aquella que se levantaba a la seis de la mañana a recoger agua para su familia. Intento relacionarla con la mujer curtida por mil batallas y cubierta por un éxito progresivo a la que acabo de escuchar. De pronto, alcanzo a vislumbrar, con temor, la seña ineluctable del paso del tiempo. Pero algo me reanima. Mi memoria recuerda, con algunas lagunas, las palabras llenas de sabiduría —que se mueven entre la reivindicación femenina y el elogio a la música—, que he escuchado. Al fin y al cabo, las palabras y las obras son las señas más duraderas y diáfanas que deja una persona.
***
La noche del sábado 9 es tan fría como muchas de las siguientes. Es uno de esos días para quedarse en casa y disfrutar de los placeres que brinda hacerlo. Pero para muchos no es el caso. Es una noche de conciertos. Resulta imperioso darse una vuelta por las calles de la ciudad. En la Casa de la Cultura, Jorge Martínez y los Ilegales están haciendo saltar a todo el mundo con su atronador concierto. Más al centro de la ciudad, sin embargo, se desarrolla un espectáculo más íntimo, pero no por ello menos grato.
El Teatro Sucre lo alberga. Estamos frente a una de las primeras noches del Ecuador Jazz 2019 y la promesa de una noche para no olvidar la dicta el cartel. El cartel, claro está, tiene un gran atractivo. El nombre que se lee, como detalle atractivo del primer acto de la noche, es el de Daniel Toledo, un joven profesor de la Universidad San Francisco recién llegado de una larga temporada en el extranjero. Su grupo, Daniel Toledo Quartet, compuesto por él y tres músicos polacos, revela la presencia de una interrogante. ¿Cómo sonaría este grupo transnacional liderado por un ecuatoriano?
En un mundo globalizado que intenta dejar atrás los complejos y las ideas preconcebidas, esta clase de interrogantes no debería surgir. Pero surgen. Siguen presentes en nuestro imaginario. De todas maneras, la propia música es la que se encarga de echar por tierra esas nimiedades.
A pocos minutos de iniciado el concierto, la gente ya está dominada por la capacidad del grupo de Daniel. Tocan un jazz elegante, suave, que parece remitirse a una cierta idea del clasicismo musical. Sin embargo, el saxofonista Kuba Więcek —el último en unirse al cuarteto, a principios del año pasado— es una discordante excepción en medio del conjunto. El rubio músico, con cara de niño y enormes anteojos, elabora una serie de esforzadas florituras musicales que se llevan la atención casi ubicua de los asistentes.
Atrás, con su contrabajo casi silente, Daniel le da a la canción su musculatura, su fuerza discreta pero rocosa. El espectáculo, ciertamente, lo brinda el saxofonista, pero el músico ecuatoriano y sus compañeros polacos lo sostienen. Lo hace especialmente Piotr Orzechowski, el talentoso pianista que, con su instrumento, produce el aire clásico de la música del cuarteto.
A cada fin de pieza, el público, encantado, prorrumpe en aplausos. Están frente a una música que se apoya en la delicadeza, en la sutileza con que los músicos tocan sus instrumentos. Pero también contemplan algunas concesiones a la libertad que el jazz lleva en su alma. La música no sacude sus cuerpos, pero quizá lleva sus mentes a algún lugar fuera del edificio. No es sorpresa que acaben aplaudiendo. No los ha conquistado el mero exotismo. Por el contrario, y como debe ser, los ha conquistado la música. Después de que Daniel y sus compañeros hacen una esperada venia y se retiran del escenario, llegan los 15 minutos de rigor.
Luego de la espera, sale al escenario Édouard Ferlet, virtuoso pianista francés especializado en una reinvención muy libre de la música de varios compositores fetiche de la academia. El público escucha en silencio, pero con atención, las delicadas líneas de piano que Ferlet pone a su consideración. Es otro momento memorable, íntimo. Es un momento para recordar la función primaria de la música, la de apelar a nuestras emociones, por encima de otra clase de consideraciones absurdas.
A la salida de la sala, Daniel Toledo se encuentra sentado en el piso del vestíbulo, en compañía de los músicos que integran su cuarteto. Logro acércame y hablar un poco con él. En su actitud se percibe una sencillez de carácter. No le arranco muchas palabras por la premura de la salida. Pero sintetiza la emoción del momento con unas frases sencillas: “Hemos tocado en Polonia, España, en Estados Unidos. Es la primera vez que vengo a mi país a tocar. Ha sido muy chévere el ambiente, el público. Me parece genial tocar aquí, que traigan variedad de artistas y de músicos”.
Variedad. Eso es lo que se verá los días siguientes. Una muestra de todas las direcciones en las que florecen el jazz y otros estilos afines. Es un campo heterogéneo, siempre atento a las incursiones en otros territorios.