Unos cuadraditos de colores pintados en la pared parecerían inofensivos en cualquier lado. No obstante, en Guayaquil desataron una guerra.
En Guayaquil, el Municipio tiene la costumbre de pintar unos «parches» grises sobre los grafittis o murales que considera que arremeten de una u otra manera contra el ornato de la ciudad. Si aparece algo en el radar que «afea» las paredes del «manso», se tapa enseguida con una capa de gris y ahí muere. O eso se supone.
Cuando a Daniel Adum Gilbert le taparon los murales que hizo embalado por sus ganas de darle color a las calles de Urdesa, la pintura cobró vida dentro de su corazón y comenzó a brotar por sus venas en un torrente salvaje. Así se desató una guerra entre él y la autoridad, una que se libró a punte de un litro de pintura por «mate».
Ahora, seis años después del combate, y habiendo logrado lanzar un libro que recopila todas sus memorias sobre él, el artista «sinceptual», se detiene para repensar su pasado y descansar un poco.
2011
En el 2011, Daniel Adum Gilbert había regresado a Guayaquil desde Barcelona, ilusionado y cargado de ganas de hacer murales después de ver la forma en que el arte callejero ocupaba las ramblas. Agarró una brocha y un poco de pintura y salió a darle color a las paredes de Urdesa, su barrio.
Para él, era todo amor, «naive por completo». Pintaba porque quería, en su cumpleaños, como desfogue, porque sí. Sin embargo, lo hacía sin permiso. Nunca se puso a medir si sus buenas intenciones iban a chocarse con las de la burocracia. En su cabeza, no había problema, porque el arte era una forma de dialogar con el espacio público. Por esos días, y con todo ese vuelo de inspiración cromática inocente, decidió ir a presentarle un proyecto al municipio al que llamó «Muro Libre».
La idea era simple. Unos muros de hormigón flotantes diseñados para que una grúa los bajara en diferentes puntos de la ciudad y que en ellos la gente pudiera dar rienda suelta a su imaginación. Daniel llegó con esta idea a través de un contacto que tenía en la alcaldía, y fue rechazado abruptamente. ¿El argumento? No podían aceptar que se hiciera algo así a riesgo de no poder controlar su contenido.
Todo el embale colorido de Daniel se detuvo en seco. Y lo que siguió fue aún peor. De repente, los murales que había pintado antes comenzaron a desaparecer. Uno por uno fueron cayendo, abatidos por una capa de gris escupida de mala gana. Todo parecía hecho con dedicatoria, o al menos así lo digiere él desde entonces. Ahora piensa que ir al Municipio fue como delatarse solo. Y ahí se disparó la guerra. La pintura casi se transforma en bilis.
En ese momento, mientras digería la frustración y la pica, a Daniel se le ocurrieron dos preguntas: «¿Cómo divido el costo de pintar estos murales, no solo de la mano de obra, sino también de la pintura? ¿Y cómo le doy en la trompa a estos h¡/(%!@$?» La respuesta fue Litro x Mate.
Daniel abrió un grupo secreto en Facebook y en él convocó a las personas que creía que eran afines a sus ideas, y que además podrían cuidarlas con el mismo recelo que él. Todo salió de una y sin huevadas, al más puro estilo guayaco: cada uno trae su brocha y un litro de pintura, y a darle con todo a la pared.
Un grupo de 80 personas respondió a la primera convocatoria. Pintaron 200 metros de una pared desgastada en la Av. del Bombero y con ello le lanzaron un mensaje claro a las autoridades: «Aquí estamos». Pintaron cuadraditos de colores, emulando la forma de los parches opacos con los que el municipio tapaba todo lo que le estorbaba. Era una forma de darle una cucharada de su propia medicina, de revertirle su propio lenguaje.
Daniel cuenta que fue la primera vez en su vida que dejaba una obra suya en manos de otros. A pesar de hacer arte «sinceptualmente», sin libreto y sin pensar demasiado en el resultado, sí se sintió descolocado cuando dejó su pintura en manos de otros. Y por eso mismo, su primera intervención casi se le sale de control. El entusiasmo de la gente fue tal, que algunos pintaron animalitos, formas y mensajes más allá de la consigna. Debido a eso, tuvo que «autocensurar» algunas partes del muro, pero todo por proteger el fin mayor, comenta al final.
Después de la primera pintada de Litro x Mate todos quedaron contentos por haber traído a la vida un pedazo inerte de la ciudad, llamando a la gente a mirarlo y contentarse con él. Al menos así lo definían en el grupo una vez terminada la pintada. Fue un día terapéutico, energizante, divertido por demás.
Pero la autoridad estaba decidida a no dejarlos cantar victoria.
En una lucha de perros y gatos, el municipio responde al primer zarpazo con su propia armada de pintores, todos uniformados y cargados del mismo tono gris. Daniel contraataca con sus cuadraditos de colores en otros muros, en otras calles. El municipio se encarga de taparlos a día seguido cada vez. La ira de cada bando comienza a escalar con cada ofensiva del otro.
El municipio apaga todo en Urdesa. Daniel va y pinta en Samborondón con permiso del alcalde. El municipio bloquea el espacio público. Daniel alquila una casa abandonada y la llena de color como su propiedad privada. En ella inaugura un museo de arte alternativo puertas adentro: «El Muy Ilustrado Inmundicipio de Guayaquil», y pinta las paredes de la casa, lejos de los rodillos grises oficialistas.
A la par, en cada muro de Litro x Mate tapado aparece un stencil con la leyenda: «censurado por Mostacho El Facho». Daniel no se atribuye la obra, y aunque sabe quién lo hacía, no lo diría jamás.
En este punto, el asunto alcanza proporciones ridículas y se convierte en un circo mediático.
El municipio cada vez más histérico lo enjuicia y busca apresarlo, responsabilizándolo también por la aparición del apodo caricaturesco del alcalde. Daniel se presenta en la audiencia con sombrero de copa y blue jean, sin empacho. Ahora confiesa que, en su cabeza, en realidad estaba pariendo por verse en manos de «esa gente», como los define. Tenía los huevos de corbata como diría cualquiera por sus lares. Sin embargo, se sentía respaldado por los que clamaban en su favor desde las redes sociales y por la habilidad de Xavier Flores, el abogado que le salvó el pellejo.
Pero la guerra estaba lejos de acabarse.
A pesar de ser declarado inocente y liberado de las acusaciones Daniel no deja de ser perseguido. Después de ganar la audiencia decide celebrar pintando cuadraditos de colores en los muros del Inmundicipio un 9 de octubre, en pleno festejo de la Independencia de Guayaquil. No pasaron ni 24 horas hasta que apareciera de nuevo la comitiva del cabildo para manchar la pared de su casa. Poco a poco fueron confinando a Daniel más lejos de la calle, hasta que no le quedó más remedio que declarar el luto por la pérdida de su primer frente de batalla, y replegarse para mostrar las armas desde adentro de su cuartel.
Fue una victoria agridulce después de todo. No pudo conquistar la ciudad como se lo propuso, y en el intento le cayó una avalancha gris encima. Sin embargo, no le podían pintar las paredes de su casa. Al menos en su lote no le apagaron los colores y con ello quedó visibilizada su idea del «espacio público que los ciudadanos quieren».
2017
Seis años más tarde de la guerra, Daniel está sentado frente a mí en un sillón blanco. Está vestido de negro riguroso. Es una figura un poco intimidante a primera vista, con su porte y su mirada profunda. Está ávido de contar lo que vivió, tiene ganas de ser escuchado.
Sus palabras están cargadas. Las suelta como si las hubiera dicho mil veces y aún así no lograra exprimirles todo lo que llevan dentro. Dice que a pesar de haber podido destilarlas en calma para parir el Libro de Litro x Mate, siente que le faltó espacio para describir la intensidad de lo que vivió en esos meses.
El libro es el primero en Ecuador en ser financiado a través de un crowdfunding, y su publicación se siente como la victoria más grande en la batalla que le libraron las autoridades de su ciudad. Ver que la gente respaldó su afán de inmortalizar los colores y su memoria reivindica su lucha.
El libro fue parido con dolor, para dejar plasmado en algún lado el resultado de la catarsis que le significaron esos meses intensos al artista.
Le pregunto si cree que todo arte es político. Me dice que no. Cree que hay arte que es solo para el disfrute estético, y arte que sí se hace por lanzar un mensaje contestatario. A él, casi sin chance a elegir, le tocó pintar lo segundo. Sus cuadraditos de colores son lo más contestatario que él pudo haber parido. Son el producto de la rabia más visceral que ha experimentado, a pesar de ser solo cuadraditos de colores. No haría falta que sean «demonios y metralletas», me dice, porque son su respuesta a lo que vivió como una mordaza para sus ideas.
«Si ellos no me censuraban tal vez ahorita tendría una centena de murales en Guayaquil y desde el 2011 a la fecha mi técnica estaría depuradísima y de pronto sería una máquina brutal de hacer murales. Yo siento que me cortaron las alas y que no pude evolucionar en mi técnica. Me quitaron 5 años de mi juventud, de mi fuerza para pintar otras cosas» me dice alzando los brazos. «A mí también ya me cabrea pintar cuadraditos de colores».
No obstante, lo suyo no es odio contra una persona o una institución. «Es amor por Guayaquil», me dice con la mirada encendida. Tampoco es una guerra contra el gris. «El gris me gusta, es parte de la vida, está en el cielo aquí en Quito por ejemplo». Lo suyo fue un reflejo instintivo. Como si al pincharlo hubieran provocado que reventara en colores. Como si al cortarle las alas, él se hubiera visto en la obligación de hacer crecer más brazos con brochas.
«Yo Litro x Mate no lo planeé. Sucedió», dice tajante. Y por eso mismo, Litro x Mate va a seguir viviendo.
Aunque ya no está en las paredes (por ahora), los cuadraditos laten en las páginas. Y mientras eso sea así, mientras la obra sobreviva al artista y los colores sigan chorreándose para manchar otras cabezas y otras ideas, Daniel puede estar tranquilo un rato. Como sea, cree que ya probó un punto. «Ya es una obra que, me puede tragar el mar y ya está todo bien. Ya cumplí. Ya me puedo morir pasado mañana», dice entre risas.