Es un cuarto frío. Las luces son frías, las personas, pocas. Entran todos al salón luego de subir las gradas del edificio, sumergido en la hulla de un Quito after-office. Penumbra y luces ambulantes, pitos, tacones y comida de vereda. Arriba, la gente llega entre murmullos, mientras se deja hundir en una bullita sorda, de sala de espera. Se acercan al salón oscuro y hacen más silencio. Se acercan más al salón oscuro y hacen mucho más silencio. Muy mecánico todo. Pero una vez adentro, cuando el volumen de las voces se escurre, el instinto empuja a todos a acurrucarse en las sillas tiffany que se ubican en círculos y la bulla que dominaba los otros espacios se torna ausencia, se vuelve incógnita.
No sé de danza, pero siempre creí que ser audiencia es nada más una cosa de sentir. Esta vez sentí por ejemplo, que nadie sabía muy bien para qué estábamos ahí, viéndonos las caras a tientas. Debíamos hacer algo, tal vez, cambiarnos de silla, tal vez lanzarnos una risita de saludo, pero algo. Primer momento de decisión. La incertidumbre duró segundos, por suerte, antes de que los bailarines, moviéndose más que danzando, empiecen a mirarnos desde el radio de los varios círculos de sillas, sujetando cada uno, una vara de bambú. Tras hacer su movimiento de ola, de ramas de árbol, de samurái, el bailarín ofrece la vara a una persona del público y empieza a moverse de forma símil a la vara y a la persona. Segundo momento de decisión. Esa tensión abrió las pupilas y desafió a la gente que pensó que tendría sólo que observar.
Pero el tercer y definitivo momento salta a nuestro alcance en una segunda obra, cuando luego de varios movimientos de improvisación, nosotros, la audiencia tímida, somos quienes decidimos el final de esos sketches. El único comando requisito es alzar la mano y gritar ¡FINAL!
Las obras, conceptualizadas por Marcela Correa en el grupo Talvez, se llaman “Despertar” y “Cuerpo Intuitivo” y ponen al desnudo la solemnidad de nuestra vergüenza, que aun en la oscuridad se tachona de infinitos momentos de decisión. El salón está frío y esta vez, las sillas tiffany pasaron al perímetro con nosotros encima. Los chicos bailarines tienen un espacio más amplio, para correr, arrastrarse, mirarse y dar cabida a la expresión en todo su fuego, sin percatarse de que a nosotros nos cuesta veinte veces más levantar la mano para ser parte de su obra.
FINAL, dice un señor. Silencio y pasa el tiempo. Seguro alguien más lo dirá después. Silencio y pasa más tiempo. Minutos más tarde, FINAL, dice una mujer joven. Se debe sentir bien. FINAL para pertenecer, -pasa el tiempo- para ser personaje, -pasa más tiempo- para imponer la palabra al abismo entre ellos, los centro, y nosotros, techados en nuestra cómoda oscuridad. Ya nadie dice FINAL desde hace un buen rato y se me ocurre que podría no ser el momento o que es nuevamente esa timidez agobiante de la que todos –o solo yo- podríamos ser presa. El silencio está amortiguado por los ruidos de una consola experimental. Es momento y lo sé desde que sentí que un gesto entre los bailarines me dio esa certeza. Me muevo apenas en la silla, acomodo mi libreta, mi lápiz y mis piernas y FINAL, digo yo desde la ausencia de luz, confirmando que se puede ser parte del otro lado del abismo, al menos por dos segundos.