Confesiones de un simpsoniano que ve las nuevas temporadas

por Jorge Bayas Lituma
¿Qué pasa cuando un fanático de los capítulos viejos ve los nuevos episodios? ¿Le gustan o los detesta? Como suele suceder, la experiencia acaba por ser más compleja de lo esperado. Lee nuestro especial por el día de Los Simpson
Los Simpson

La familia amarilla sobrevive y se adapta a los tiempos

No recuerdo con exactitud la primera vez que vi Los Simpson. Puede que mi mente lo haya bloqueado. Eso no quiere decir que no recuerde la época en que sucedió. Soy capaz de mencionarla sin titubear: comienzos de los 2000, probablemente en 2001.  

Era un niño enfermizo y sensible —sigo siendo, a mi manera, lo primero; respecto a lo segundo, una cierta propensión a la pedantería le ha restado verdad a este apelativo—, amante de los libros de la colección El Barco de Vapor y Alfaguara y de series como Digimon y Dragon Ball Z. Es decir que era, pese a algunas cosas que me separaban de los demás, como mi timidez enfermiza, mi gusto por mencionar algunas estadísticas deportivas que a nadie más le interesaban y mis lecturas de la sección de personajes del diccionario Larousse, un niño ecuatoriano muy común. 

No entendía gran cosa del mundo y cazar ironías al vuelo me era casi imposible. Con frecuencia los adultos, los adolescentes, e incluso mis compañeros de clase, se veían obligados a explicarme el otro sentido que encerraban las frases que pronunciaban. 

Tal vez haya sido por eso por lo que no sintonicé mucho con Los Simpson. No le veía nada particularmente interesante a la serie. No había nada que fuese a tono con mi imaginación o que me transportara a tierras lejanas para vivir aventuras. Ya saben, cosas inocentes y heroicas, cosas de niños. Por ello, más allá de un par de escenas que una memoria joven puede conservar sin mayor esfuerzo, Los Simpson se difuminaron en mi mente. 

Volví a ver la serie allá por el 2005, cuando mis papás fueron capaces de pagar cable por primera vez. Todavía guardo un buen recuerdo de las noches de esa época. Apenas llegaban las 8 de la noche, prendía la tele, me sentaba a ver FOX, y pasaba pegado al televisor hasta que la dosis diaria de capítulos terminara. No tardó en consumarse mi afición. ¿Qué encontraba ahora en Los Simpson que no pude ver antes? En primer lugar, un leve regusto a lo prohibido

 

Por aquella época, los profesores de primaria y de los primeros años de secundaria, así como algunos adultos aprensivos, adoraban esparcir leyendas urbanas entre sus jóvenes interlocutores. Muchos escuchamos, entre otras aseveraciones macabras, que los yoyos de goma que se vendían en las calles tenían un centro líquido de droga, que los nombres de los personajes de Dragon Ball Z eran satánicos, que varios niños japoneses sufrieron ataques epilépticos mientras veían Pokemon —esto resultó ser cierto, pero la historia original había sido divertidamente alterada hasta ser digna de un texto de Selecciones del Reader´s Digest—, y, por supuesto, que series como Los Simpson y South Park eran dañinas. Porque contravenían los principios familiares y empujaban a los niños a la “malcriadez”. 

No me fue posible distinguir el tufo conservador de esa afirmación por un buen tiempo. Pero, por otro lado, ya entendía la ironía, por lo menos la de Los Simpson. Escuchar a mi hermana, que siempre fue especialista en detectar cuanto razonamiento erróneo elaborara y burlarse de ello con un humor cáustico, me había curtido de alguna manera. 

Ya podía discernir, entre los malentendidos que suscitaban el contraste entre la realidad y una pobre forma de comprenderla por parte de Homero Simpson, y la inteligencia y consciencia social hiperdesarrolladas de Lisa Simpson y el contacto de esta con el conjunto de seres corrientes y banales que poblaba Springfield, las sutilezas de la irónico. Y me encantaba. Quizá porque ya adivinaba que entre los pliegues de la ironía se escondía la crítica más aguda del dogmatismo, la hipocresía y la estupidez

 

Ese fue el aliciente para lo que se dio más tarde, casi sin oposición. No fue muy difícil que los diálogos más divertidos, las secuencias más absurdas y las tramas más enrevesadas de la serie se me quedaran grabados. La FOX solía repetir los capítulos una y otra vez, y yo, como una esponja inerme, retenía todo. Con prodigalidad, con superficialidad. Porque, a fin de cuentas, ¿de qué me podría servir en el futuro ese acopio de naderías? 

No sospechaba que, pese a sentirme fuera de lugar durante esos años, una comunidad muy grande de gente que amaba Los Simpson y era capaz de recitar de memoria los chistes más rebuscados de la serie se estaba formando por todo el continente. Y que yo había de encajar en algún momento en ella. 

La primera ocasión de hacerlo se dio en 2013. Cursaba una clase de periodismo en la que me había inscrito a última hora, como siempre. Estaba solo y me rodeaba un grupo de amigos que, sospecho, se había puesto de acuerdo para apuntarse a ese curso. En su presencia, la mayor parte del tiempo me limitaba al silencio. Jamás sospeché que terminaría por unírmeles.  

En una oportunidad, en medio de una hora hueca, dos de ellos, una muchacha y un muchacho bastante sociables, me preguntaron si quería acompañarlos a dejar un libro atrasado en la biblioteca. Con incertidumbre, pero con ganas de encajar en el grupo, dije que sí. Cerca de llegar a la biblioteca, el muchacho que iba a dejar el libro nos preguntó si, en lugar de entrar, preferíamos esperar por un par de minutos en las escaleras. Estuvimos de acuerdo.

 

 Después de que él fuera a dejar el libro, me encontré en la angustiosa situación de hallar un tema de conversación con la muchacha. De más está decir que, pese a pensar con excesivo empeño las cosas por unos segundos —o precisamente por ello—, no encontré ninguno. Seguramente fue ella quien sacó a colación alguna frase de Los Simpson, y ahí, por supuesto, comenzó todo. 

Puedo decir que le debo mi grupo de amigos de la universidad a Los Simpson. Y no sólo por ayudarme a romper el hielo en los primeros momentos, sino por todas las veces en que una oportuna frase, en el doblaje latino, sirvió para colorear algún hecho gracioso y sentirme menos fuera de lugar de lo que siempre me he sentido en la vida. 

En aquella época pensaba que mi grupo de amigos era muy inusual. Y es que, salvo por un par de panas del segundo colegio en que estuve, jamás había conocido a gente que se supiera de memoria los diálogos de Los Simpson y los aplicara con tanto acierto como si se tratase de la recitación de una especie de biblia del bromista.  

Con los años, sin embargo, comprendería que no era así. El internet empezó a obrar uno de sus grandes milagros: forjar comunidades. Descubrí fascinado, en Facebook, en Twitter y, más tarde, en Instagram, que Los Simpson eran una fuente inagotable de memes sobre lo que uno quisiera: política, deportes, dramas cotidianos, la cultura del internet, la universidad, los libros… Además, en Facebook había muchos grupos a los que uno podía unirse y compartir el material más delirante posible sobre la serie. 

 

La cosa no terminó aquí. En 2016 empecé una maestría y, durante el año que duraron las clases presenciales, trabé amistad con una chica boliviana. Estoy seguro de que en este punto ya adivinarán cuál fue uno de los temas de conversación entre nosotros. Hoy seguimos en contacto, principalmente a través de un grupo de Messenger en que ella, algunos de sus amigos y yo mandamos, cada tanto, memes y hacemos referencias ingeniosas a las escenas más citables del programa.

Me había convertido en un “simpsonito”, “simpsoniano”, o como ustedes quieran llamarlo. Y, al igual que muchos de ellos, tenía un gran respeto por los viejos episodios, los anteriores al cambio de doblaje latino, ocurrido, curiosamente, a finales del 2004, justo antes de que empezara mi entusiasmo por la serie —aunque hay gente, entre la que me incluyo, que dice que la serie empezó a decaer luego de la temporada nueve—. 

Es comprensible, por lo tanto, que estuviera dominado por la nostalgia y me negase a someterme al cambio, o, en otras palabras, ver con deleite y sin prejuicios los nuevos episodios. Desde que, a fines de la década de los 2000, Los Simpson empezaran a parecerme insoportables, con un Homero Simpson que crecía sin control en estupidez, un Bart Simpson cada vez más perverso gratuitamente y una Lisa Simpson cada vez más sentenciosa —o eso creía—, había dejado de ver los nuevos capítulos con gusto y me había amurallado en el pasado. Como una gran cantidad de fans del continente. 

Hasta llegué a considerar de mal gusto las noticias que me encontraba sobre los nuevos episodios, en lo que se seguía invitando a las grandes estrellas del momento. Cuando alcanzaba a ver que estaban transmitiendo algún capítulo nuevo en la televisión, cambiaba el canal sin pensarlo. 

Esa actitud solamente se vio atizada luego de escuchar un excelente podcast de Radio Ambulante en el que me enteré de los detalles de la salida abrupta y, a su manera, injusta de los actores de doblaje originales. Así siguieron las cosas, entre la nostalgia y el desdén. Y su rumbo no se torció sino hasta principios de la anterior semana.  

 

Me propuse, en medio de las tareas pendientes que llevo y que se siguen acumulando, un ejercicio. Vería los capítulos de Los Simpson que están en Disney+ —como se sabe, el servicio cuenta únicamente con las temporadas 29 y 30— y escribiría al respecto. No sabía si alguien me leería, y, de hacerlo, qué tan reducido sería el número de lectores. 

Tampoco tenía muy claro el formato. Pensé, como punto de partida, en una escritura desatada sin ilación u objetivo aparentes. En suma, haría una suerte de confesión en la que contaría mi historia personal y dejaría fluir las impresiones. Aquí está un resumen de ellas —no es menos importante decir que no he visto todos los episodios, pues otras obligaciones y aficiones han robado tiempo a esta tarea—.

El lunes comencé a ver la temporada 29 después de la reunión editorial. La puse en mi compu, con la mente lo suficientemente despejada para evitar los juicios más apresurados. O, por lo menos, eso fue lo que intenté, ya que es imposible deshacerse por completo de los juicios. 

Empezar con las comparaciones fue inevitable. Lo que no fue del todo malo. Criticar es, al fin y al cabo, una forma más sofisticada de comparar. Y fue por eso por lo que no me fue posible dejar de contrastar las viejas temporadas de Los Simpson con las nuevas. 

 

Me di cuenta muy pronto de que Los Simpson habían evolucionado, hasta donde pudieron hacerlo, en el mejor sentido de la palabra. Ya hace tiempo que han perdido su lugar como la serie para adultos más atrevida, iconoclasta y plagada de bufonería. Un sitial que les ha sido arrebatado por South Park y, más recientemente, y con más acierto, por Rick and Morty. Exacerbar la violencia y los chistes más fáciles no sirve más. Tampoco, deslizar algunas bromas sutiles por ahí para pagar el peaje de sátira. 

En lugar de eso, la familia amarilla ha optado por suavizarse un tanto, dejar de buscar la risa elemental y centrarse más bien en los temas. Unos temas contemporáneos y muy trabajados que, además de ofrecer chistes ocasionales y algo rebuscados, plantean reflexiones. Así, tenemos un capítulo como “Homer Is Where the Art Isn’t” en el que vemos cómo el declive del apoyo a las artes, provocado por el utilitarismo y el entretenimiento, y el elitismo rancio, demasiado respetuoso del pasado, terminan por apartar a la gente común de la experiencia estética. 

En “No Good Read Goes Unpunished” encontré el famoso tema de la “cultura de la cancelación”. Al leer una novela juvenil con Lisa, Marge encuentra rasgos coloniales en la personalidad de la heroína —contamos, así mismo, con un buen guiño al tema: la breve aparición de Rudyard Kipling como fantasma—. Lo positivo del episodio es que la serie se permite tratar con ironía las dos posiciones extremas, tanto la que aboga por la prohibición de algunos productos culturales como la que sostiene que temas como el colonialismo son inherentes a algunas obras y no deberían ser problematizados. Algo que viene haciéndose desde los setenta, y entre cuyos exponentes están Edward Said y Chinua Achebe

 

Un episodio que también encontré provocador es “Frink Gets Testy”. No sé si mi interpretación es lúcida, pero tropecé en él con una sátira de los tests estandarizados usados para evaluar la valía de la gente. 

Entre los episodios enternecedores estuvo “Mr. Lisa’s Opus”, que vuelve a recrear el desarrollo emocional e intelectual de Lisa, de una forma menos sentimental y bastante más estoica que otras veces. También cuenta con una interesante manera de narrar, salpicada de ingenio. 

Seguí viendo estos capítulos hasta el martes. El miércoles pasé a la temporada 30 y la vi hasta el jueves, el día en que, por la premura del cierre, empecé a redactar este texto. En este último grupo de episodios me topé con un estilo incluso más suave que el de la anterior temporada, y un poco más inclinado a la deliberación.

En “My Way or the Highway to Heaven” detecté una suerte de vuelta de tuerca respecto al ateísmo recalcitrante y sardónico con que alguna vez se manejó la serie. Más bien, en este capítulo se opta por evaluar qué tan buenas personas son quienes profesan una fe distinta del hegemónico monoteísmo occidental. 

Por su parte, “Werking Mom” funge como una especie de introducción popular a la cultura drag. En tanto, “Bart vs. Itchy & Scratchy” busca representar con algo de ironía al alt-right, rebatiendo sus posturas reaccionarias y patriarcales, y presenta a un Bart inmerso en un viaje interior en el que comienza a comprender el feminismo. 

Los Simpson

Transformado por su experiencia, Bart pinta un mensaje autocrítico. Fotograma de “Bart vs. Itchy & Scratchy”

Un último episodio que me interesó fue el de la noche de brujas, en uno de cuyos cortos podemos ver dos cosas: primero, qué sucedería si una civilización extraterrestre estuviera dispuesta a socorrernos, y, luego, el rol alienante que la tecnología desempeña en nuestras vidas. 

Al final, acabé disfrutando los episodios. Y comprobé, una vez más, que la nostalgia dista mucho de ser una buena consejera. A veces es una cárcel silenciosa que nos roba los buenos momentos de la vida y posterga con injusticia los nuevos descubrimientos y las reinvenciones. Después de todo, si en mi adolescencia me gustaron series tan malas como iCarly, no hay ningún motivo por el que no me puedan gustar las nuevas temporadas de Los Simpson. 

Eso no quiere decir que no tenga preparadas algunas críticas para los episodios recientes de la serie. Noto en ellos una cierta falta de trabajo en las tramas. Por momentos, la resolución de estas luce forzada, como si se quisiera analizar al máximo el tema sin pensar en donde ello desembocará. 

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El humor, por momentos, es demasiado intelectual, sin la chispa de las temporadas clásicas. Y la falta de concordancia en cuanto a la personalidad de varios personajes revela, a mi modo de ver, que, en un punto, la serie deberá morir. No acabas haciendo algo por 32 años sin pagar un precio en lo que respecta a frescura y creatividad. Y Los Simpson lo han pagado. 

Aun así, a diferencia de lo que señalan muchos fanáticos acérrimos de los episodios antiguos de la serie, las nuevas temporadas no son tan malas como puede creerse. Ofrecen un panorama del mundo en que vivimos y nos obligan a interrogarnos interiormente con más lucidez de la que por lo general estamos dispuestos a tolerar, atontados por las discusiones polarizadas en redes sociales. Yo mismo me he cuestionado sobre mis posiciones acerca de varios asuntos a lo largo de esta semana. Y he encontrado en Los Simpson una buena compañía para hacerlo

 

Por supuesto, hay opiniones demasiado enraizadas en nuestra mente que ni siquiera una buena disposición para acoger lo nuevo logra vencer. En definitiva, me quedo con los capítulos viejos. Y no sólo porque mis amigos y yo sigamos repitiendo las mismas frases siempre que nos topamos con algo gracioso en nuestras conversaciones, o porque crea que los mejores memes siguen saliendo de allí. Encuentro en esos episodios añejos una magia, un embrujo particular que se gasta muy poco, pese al paso del tiempo y a las infinitas veces que los he visto.   

Además —esto no tiene que ver con las notas periodísticas de “Los Simpson lo predijeron”—, sigo tropezando en ellos, además de una huella de los años 90, con correspondencias con nuestra época. Como sociedad, no hemos cambiado mucho. Continuamos sumergidos en la pereza, en la corrupción, en la mediocridad, en la desigualdad y en los prejuicios. Y, sobre todo, apegados a una comodidad que nos mantiene indiferentes, indignados tan sólo a través de una pantalla, mientras una mínima porción de gente pone el cuerpo en verdad, en busca de que el mundo cambie. 

Ese es otro asunto. Puede que, por más aguda que sea, la sátira no sea suficiente para que la vida mejore. Puede que apenas sea punto de partida. Lo más probable es que necesitemos menos memes, por más agudos que sean, y más acción

Pero debo dejar de lado estas divagaciones porque tengo que terminar el texto. Además, la terquedad y unas ganas infinitas de ver la clásica temporada cuatro empiezan a apartar de mi mente el deseo de volver a ver los episodios de las temporadas 29 y 30. No hay duda de que la nostalgia tiene paliativos, pero no una cura

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