La película de guerra del año plantea muchas reflexiones alrededor del heroísmo. Anímate a meterle el diente.
El cine es el reino de la ilusión. Es el medio en el que, una vez vencidas las dificultades referentes a los presupuestos, la producción y el sinnúmero de apuros que entraña la filmación, todo es posible. Y, en especial, en nuestro tiempo, en el que los efectos especiales han llevado hasta límites antes insospechados la suspensión de la incredulidad.
La cantidad de recursos para contar una historia es, por lo tanto, gigantesca. Lo que, claramente, luce como algo digno de subrayar de forma positiva.
No obstante, una contradicción salta a la vista: una dificultad mayúscula para contar la historia por la sobreabundancia de posibilidades. Y, por supuesto, las películas de guerra y aventuras son las que menos se salvan en ese sentido. Sus creadores suelen estar más preocupados en presentar una visión grandiosa de la existencia, en la que los héroes, después de atravesar miles de predicamentos, llegan a un esperado final feliz, aun sabiendo que sus heridas, emocionales o físicas, no sanarán por completo. Todo ello, consistentemente sostenido por una acumulación espectacular de efectos especiales costosos y tomas que realzan el lado épico de la historia.
La oscarizada película de Sam Mendez, 1917, se aparta de estos tópicos alentadores y de esta acumulación excesiva de recursos y nos muestra una nueva cara del heroísmo. Un heroísmo que debe mantenerse a flote en los tiempos en que, salvo en el cine más comercial, las viejas narrativas, cargadas de esperanza y aliento positivo, han desaparecido. Y lo hace de entrada, sin que el espectador tenga tiempo para procesar lo que está viendo.
Un punto de vista humano
A los pocos minutos, es evidente que estamos siguiendo la trama a través de un único plano secuencial. La cámara se queda todo el tiempo con Blake y Schofield, los dos jóvenes protagonistas de la historia, ambientada en la primera guerra mundial. Los vemos descansar entre los árboles, ser llamados para recibir órdenes y, por último, embarcarse en una aventura riesgosa, cuyas premisas permiten inferir la posibilidad casi segura de un suicidio involuntario.
A la manera de un Miguel Strogoff, ambos han sido enviados en una misión para advertir al coronel Mackenzie, líder del segundo batallón del Regimiento de Devonshire, de una astuta trampa tendida por los alemanes a las filas inglesas. Para llevar a buen término su encomienda deberán caminar por campos peligrosos, sumidos en un horror imposible de narrar en palabras. A su paso sólo encontrarán pilas de cadáveres, terrenos devastados y los peligros más amenzantes con los que jamás han soñado.
Pero no seguimos sus peripecias como lo haríamos en una típica película de aventuras o de acción, a través de un desfile virtuoso de muchos planos. No participamos de ese punto de vista grandioso que sostiene de forma amable la narración. Por el contrario, y como ya se dijo antes, tenemos que conformarnos con un único plano secuencial, que nos sumerge directamente en la acción.
Al ver la cinta, de pronto nos percatamos de que no estamos contemplando los hechos como si fuésemos simples espectadores de una película bélica. Como si fuésemos dioses todopoderosos que captan al vuelo todas las pistas de cómo avanzará la historia. Otra es la ilusión que nos consume: la ilusión de que estamos viajando al lado de Blake y Schofield. De que, como ellos, no sabemos mucho más que lo que pueden captar nuestros sentidos y que estamos a merced de la incertidumbre.
Y la incertidumbre provoca una tensión ineludible. Porque, en cualquier momento, las balas podían surgir de la nada, una mina podría estallar, o, incluso, una trampa cuidadosamente oculta podría dar un final mortal a la misión. El transcurso del tiempo, sincronizado casi por completo con el desarrollo de trama, contribuye a construir esta ilusión. Después de todo, antes de que se desencadene toda tragedia de la vida real siempre hay minutos irrelevantes que hacen las veces de transición. Incluso, en una escena en que uno de los protagonistas pierde la consciencia, la pantalla se tiñe de negro por unos segundos, dando la ilusión de la velocidad subjetiva con que transcurre el sueño.
Otra amistad en medio del horror
En medio de aquel horror evidente y, al mismo tiempo, soterrado y amenazante, el dolor consume a los personajes. Esos dos muchachos, tan jóvenes que la barba no nace aún en sus mejillas, se ven empujados a una experiencia que, a la fuerza, les arrebata el candor y aniquila sus ilusiones. Comprueban, de la peor forma posible, que el mundo es un espacio cruel y rudo en el que la inocencia no puede florecer.
Un detalle que no puedo dejar mencionar, porque siento debilidad por él, atenúa un poco su dolor: la amistad. Como en muchas otras historias, Blake y Schofield forman un dúo de personajes contrapuestos. El primero es el prototipo de héroe: valiente, generoso, asertivo y prolijo. Y parece destinado, como los protagonistas de los poemas épicos, a la inmortalidad.
En tanto, Schofield parece destinado al olvido. De personalidad apocada, vacilante y evidentemente torpe, Schofield es el más incómodo con la misión. Pero, pese a sus diferencias, ambos fungen como simples peones, piezas descartables en un juego sobre el que no tienen autonomía. Y el final, conmovedor y más gris que dulce, lo demuestra.
¿Existen aún los héroes?
Fuerzas que no pueden gobernar, como la de la historia y la del azar, torcerán el camino de las vidas de los dos protagonistas. No importa que uno de ellos sea, en apariencia, el héroe, y el otro, el joven asustado que lo acompaña. Ambos transitan por un sendero lleno de sorpresas incómodas. Puede que estemos ante una película de tono histórico, ambientada en una época tan distante como 1917, pero la sensibilidad es otra. Una sensibilidad anclada en nuestro tiempo, donde el desencanto, donde el derrumbe de las narrativas, donde la consciencia de pertenecer a un sistema económico y político corrupto y voraz aniquilan la esperanza.
En ese contexto, ¿todavía hay espacio para los héroes, para la gente que, desinteresadamente, se sacrifica por los demás, aun a costa de su vida? Quizá, sí. Pero el héroe no es el mismo. Sabe que, por mucho que se sacrifique por los demás, sólo es un punto insignificante dentro de una historia que lo devora. Que, sin el apoyo del resto de la masa humana, nunca podrá renacer y echarse a andar. Como diría el escritor ecuatoriano Jorge Enrique Adoum, ya no es un héroe, sino, más bien, un “post-héroe borroso”.